domingo, 29 de diciembre de 2013

El chico de la hamaca (XXIII)

Después de cenar, siempre oyendo la radio, subimos a la azotea y se organizan tertulias: Rafaela e Hipólito o algún otro vecino que se añade al corro y los domingos vienen mis tías y jugamos a las cartas; casi siempre les gano. Algunas tardes, entre semana, vienen tía María o tía Quiteria a verme y ayudar a mi madre en lo que necesite.

Yo me siento bastante bien. Los análisis han mejorado pero el médico no da nada como definitivo. Hay que seguir el tratamiento. Es una enfermedad traicionera que puede agudizarse en cualquier momento. No puedo coger frío  ¿Cómo se consigue eso? Por mucho cuidado que tenga y por mucho que me abrigue mi madre, en cualquier momento cojo un constipado. Entonces se desespera, se pone nerviosa, grita, parece que el mundo se va a acabar ¿Y yo que voy a hacer? ¡No es mi culpa!

En Estados unidos se ha montado un lío muy gordo. Parece que en un sitio llamado Little Rock, en el estado de Arkansas, el gobernador no quiere que unos chicos negros vayan a la escuela con los chicos blancos. Negros y blancos organizan grandes disturbios al manifestarse a favor o en contra de la decisión del gobernador. Finalmente los chicos negros pueden entrar en la escuela pero el Presidente Eisenhower ha tenido que mandar allí a la Guardia Nacional para que se acate la orden. Estos americanos deben de estar locos.

El Barcelona ha inaugurado su nuevo campo de fútbol, el Camp Nou, lo llaman. Dicen que es el más grande de Europa y, en el partido de inauguración, el primer gol lo ha marcado Eulogio Martínez, un  jugador paraguayo al que llaman “el abrelatas”. Los hinchas del “Barça” están muy orgullosos de su nuevo estadio.

El verano está  acabando, Ángel y Miguel han vuelto de su veraneo, pronto reanudarán las clases. Ángel en el instituto Gredos y Miguel con don Jenario; yo sigo aquí como un pasmarote, nada cambia, sólo que los días son más cortos y tengo que subir antes a mi casa. Ya hace menos calor y la preocupación por una recaída aumenta.

A mi madre le han hablado de otro médico, homeopático, o algo así. Parece que ha curado a una chica de la calle de una enfermedad muy mala, no sé cuál. Mi madre se ilusiona cuando oye esas cosas y va a cada iglesia donde le hablan que  hay una imagen de algún santo milagroso: los primeros viernes al Cristo de Medinaceli, a Santa Gema Galgani los días 14 de cada mes, al Padre Damián de Molokai,  a San Valentín de Berriochoa…, les hace novenas, les rezamos rosarios. Ahora quiere que me vea el nuevo médico.

¿Por qué se ha complicado todo de esta manera?, mi vida no era así. Cuando hecho la vista atrás me cuesta trabajo relacionar mi vida anterior con la actual.


Mis padres, mis tíos y tías, mis primos..., todos parecíamos felices, creo que lo éramos verdaderamente. Todo lo que era posible en el tipo de sociedad en la que vivíamos; supongo que una razón importante era que todos ellos habían sobrevivido a la guerra civil y ese era un motivo suficiente. Solo uno de mis tíos, Emeterio, hermano de mi padre, había fallecido en el bombardeo a un convoy, cerca de Pozuelo.  Yo no era consciente de esa situación, era demasiado pequeño, pero me sorprendía ver los grandes abrazos que mi padre daba a un amigo al encontrarle, casualmente, en plena calle, después de algunos años sin verle. Se abrazaban emocionados simplemente por la alegría de volver a encontrarse. 

lunes, 23 de diciembre de 2013

El chico de la hamaca (XXII)

Las fiestas del barrio suponen, para mí, un incentivo en la monotonía del verano. Los gigantes y cabezudos pasan temprano delante de los balcones de mi casa y, ese día, me levanto más temprano para poder verlos. Los gigantes, una pareja real, llevan coronas en las cabezas, rozan con ellas la barandilla del balcón, casi puedo tocarlos. Bailan al son de la música que toca la banda municipal, bueno, más bien bailan prescindiendo de ella; en especial, los cabezudos que se limitan a correr detrás de los chavales y les sueltan algún que otro palo con las varas que llevan. Es un espectáculo que pasa rápido  y, a veces, se repite si en su ruta está la calle que cruza la mía en perpendicular. De cuando en cuando, la comparsa hace un alto para reponer fuerzas ante algunos establecimientos previamente concertados. Uno de estos puntos obligados es, año tras año, la lechería de Mariano Casillas, que saca una cántara de leche a la puerta del establecimiento para servirla, en grandes vasos, a músicos, gigantes y cabezudos.

Por la tarde, el día de la Virgen del Carmen, vuelve a haber espectáculo. La procesión pasa también bajo los balcones de mi casa. La preside el teniente de alcalde del distrito a quien acompaña la banda municipal; el padre Plácido dirige los cánticos, con su voz ronca y poderosa, de las beatas que acompañan a la procesión; algunas, hasta llevan mantilla. Al paso de la procesión, los comercios están obligados a cerrar sus puertas y, de alguna manera, todos los vecinos se sienten obligados a colgar, de sus balcones y ventanas, colchas y banderas de España. Las colchas ganan por mayoría. Algunos años, la procesión ha tenido que ser suspendida a causa del aguacero producido por una tormenta de verano.

Algunas tardes, si los actos no se celebran lejos de mi casa, vamos a ver algunos concursos: cucaña, carreras de sacos... La cucaña es un concurso que deja tremendas huellas en los participantes y que, generalmente, no gana el  más valiente o arriesgado. El que se lanza primero a gatear por el poste embadurnado de jabón en pos del premio ─ suele ser un jamón ─, lo único que consigue es limpiar el camino a los siguientes concursantes que ya, con el poste más limpio, alcanzan el premio con más facilidad.

Los trompazos que se dan los participantes en la carrera de sacos divierten a la gente. Es difícil correr dando saltos con las piernas dentro de un saco, la mayoría no consiguen llegar a la meta y terminan rodando por el suelo.


Esto cada día es más aburrido. Ya han pasado las fiestas y vuelve la monotonía. Dormir mucho, desayunar oyendo la radio, bajar con la hamaca a la sombra de la acacia, leer, subir a comer, echar la siesta, volver a bajar a la sombra de la acacia cuando han pasado las horas de más calor, charlar con alguien que se acerca, jugar a ratos con alguno de los chavales que han quedado en la calle a pesar de las vacaciones de verano ─ No todos tienen familia en un pueblo donde ir a pasar unos días ─ ni mucho menos tienen sus padres dinero para pagarse unas vacaciones fuera de Madrid. 

domingo, 15 de diciembre de 2013

El chico de la hamaca (XXI)

El verano avanza y otros acontecimientos pasan a ser el centro de atención de la calle y de todo el barrio. Las fiestas patronales de la Virgen del Carmen provocan una pequeña convulsión en las personas que aún no han olvidado que aquel barrio era, no hacía mucho tiempo, un pequeño pueblo junto a la capital.  Aún se decía, de forma coloquial  «voy a Madrid»  cuando alguien tenía la necesidad de desplazarse al Centro. La incorporación, como un distrito más a la gran ciudad, había hecho perder parte de la personalidad del barrio, personalidad que parecía recuperarse durante estas fiestas. Farolillos y cadenetas aparecían aquí y allá en distintos puntos del barrio, unos, puestos de manera oficial por el Ayuntamiento, normalmente en las calles  importantes o por donde tenía que pasar la procesión, otros, puestos por comerciantes o particulares para atraer a la gente a determinados lugares, en alguno de ellos podía oírse, por las noches, algún pick-up invitando a los vecinos a bailar en plena calle, aunque esta costumbre estaba cayendo en desuso. El tráfico rodado ponía serias dificultades e interrumpía  con demasiada frecuencia el baile de las parejas. Además, los vecinos que vivían en las inmediaciones de estas improvisadas salas de fiesta y que tenían que madrugar al día siguiente, no estaban muy de acuerdo con la idea y,  más de una vez, manifestaban ese desacuerdo de maneras poco ortodoxas.
Los aficionados al baile concentran ahora sus esfuerzos en la kermés que se monta en el antiguo campo de fútbol del Rayo Vallecano y donde, cada año, se elige a la miss del barrio. En este caso, los vecinos de los alrededores sufren, en grado superlativo, los inconvenientes del ruido, pero a éstos no les queda más recurso que el del pataleo.

El centro de atracción y de reunión del barrio es “el bulevar “. Casi podría decirse que es el único punto del barrio donde parecía haberse detenido un urbanista. Es una extensión entre dos calles, de no más de cuatrocientos metros de longitud en los que unas áreas verdes y algunos bancos lo hacen un lugar  agradable a la vista, y que invita a perder algún tiempo disfrutando de la sombra generosa de los plátanos que son el principal ornamento del pequeño parque y donde, chicos y mayores, pasan ratos de ocio, jugando los unos, y comentando hechos actuales o pasados los otros. Hace algunos años, durante las fiestas de la Patrona, se instalaban tiovivos, tómbolas, y casetas de tiro al blanco y durante la Navidad  un monumental nacimiento. Sólo lo último se sigue haciendo,

La verbena fue la parte de la fiesta que primero cambió. Como en otros muchos sitios de Madrid, las verbenas se convirtieron en algo imposible de mantener en lugares donde el tráfico rodado aumentaba hasta hacer imposible su existencia. Aunque se trataba de encontrar nuevos lugares para ellas, no se conseguía que tuviesen el ambiente que la gente necesitaba para seguir acudiendo y fueron muriendo. La verbena del “Puente de Vallecas”, no fue una excepción.

En cualquier caso, el punto culminante de la fiesta era la procesión con la imagen de la Virgen del Carmen que salía de la Iglesia de San Ramón Nonato y que recorría las calles que durante la mañana habían recorrido los gigantes y cabezudos. Sin duda era la manifestación  más importante de la identidad del barrio cuando aún no era un distrito de la Capital, y que trataba de mantenerse aun cuando, desde 1950, el barrio había sido absorbido  por la gran  urbe en que Madrid se iba convirtiendo.

Ésta incorporación introdujo un cambio sustancial: la necesidad de sustituir el nombre de las calles por razones de duplicidad,  ya existían otras con el mismo nombre en el centro de Madrid. La avenida de José Antonio, por ejemplo, pasó a llamarse avenida del Monte Igueldo; la calle de Los Requemas, pasó a llamarse del Monte Perdido…Todas las calles del barrio recibieron nombres de montes, picos, sierras..., todos los accidentes geográficos de la península ibérica, estuvieron representados en el barrio. Durante mucho tiempo, los vecinos siguieron llamando a las calles por sus nombres antiguos.


Todos estos cambios fueron configurando la nueva fisonomía del barrio. Poco tiempo después, otro cambio, más importante, fue la llegada masiva de inmigrantes de otros puntos de España. 

sábado, 30 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XX)

A pesar de todo parece que la situación no es tan mala como antes, gracias a los acuerdos militares firmados entre España y los Estados Unidos de América hace cuatro años. A cambio de la implantación de las bases militares de Torrejón de Ardoz, Rota, Zaragoza y Morón de la Frontera, han mejorado las relaciones con el resto del mundo. El estado de guerra fría entre los países occidentales y el bloque soviético ha favorecido esta situación, de conveniencia para los otros gobiernos, de la que España no ha sacado la ventaja debida, aunque el gobierno de Franco lo vende como un gran triunfo.

 Mucha gente no ve con buenos ojos estos acuerdos. La base aérea de Torrejón, se acaba de inaugurar y Mariano y el padre de Ángel, dicen que, en caso de guerra, con la proximidad de Torrejón a Madrid, los rusos podrían hacer desaparecer nuestra ciudad con sus misiles. Cada vez me divierto más con las charlas bajo la acacia.

¡Una gran noticia!, de la factoría SEAT, ha salido a la calle la primera  unidad del 600. El modelo se fabrica bajo patente de la italiana FIAT y es pequeño, con dos puertas y cuatro plazas. Como es el primer turismo que se fabrica en España desde la guerra civil, la gente lo ve como una maravilla y muchos se lanzan a hacer su petición. Hay que esperar meses, incluso años, hasta la entrega. Da igual, el 600 es la posibilidad de alcanzar un sueño para aquellos que van saliendo de la miseria de los años de postguerra. El que consigue uno, se pasea con él como si fuera en el mejor de los coches deportivos que aparecen en las revistas. Parece mentira lo que cabe en uno de estos coches minúsculos.


Con las vacaciones de verano en los colegios cambian algunas cosas, Ángel y Miguel se van fuera de Madrid. Ángel a Churriana, en Málaga, donde viven su abuela y algunos hermanos de su madre, Paquita.  Miguel a algún  pueblo de la sierra de Madrid donde también tiene familiares de sus padres. Los otros chicos de la calle no tienen esa suerte y yo, ni pensar en moverme. Atado a la hamaca bajo la acacia, con mi madre siempre encima, cuidándome hasta la exageración. Un día, cuando volvió del hospital, donde va de vez en cuando a ver a Sor Ramona, ha visto en la sala a Daniel. Parece que no estaba tan bien como él creía o no ha seguido con las debidas precauciones su convalecencia; ha recaído y ha vuelto al hospital. Mi madre se ha impresionado al encontrarle de nuevo allí y ha aumentado su angustia, si esto fuera posible, lo que ha acentuado sus cuidados temiendo que me pueda poner peor.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XIX)


 ─ « ¿Quieres ser churrero o albañil, igual que tu padre? Tienes grandes condiciones y no las puedes desaprovechar».

Parece que le ha picado el amor propio y le ha convencido para hacer el bachillerato elemental ─ yo he perdido la oportunidad de hacerlo ─. Cuando sale del colegio se queda un rato a jugar conmigo. Hace las tareas en un momento porque tiene una gran cabeza para los números y mucho amor propio; no le gusta perder ni a las tabas.
 
Un nuevo amigo, Ángel, se ha añadido al grupo bajo la acacia cuando sale del instituto. También está haciendo el bachillerato elemental y es un fenómeno con la física y la biología. Siempre esta haciendo experimentos en su casa, normalmente con otros compañeros o compañeras del instituto. En alguna ocasión me ha invitado a unirme a esos grupos; hacemos pólvora, diseccionamos ranas o lagartijas… Cualquier guarrada que se le ocurre. Además, en su casa, tienen la única televisión que hay en la calle. Su padre, Fernando, es un obrero cualificado y su empresa le envió unos meses a Inglaterra a hacer cursos de mecánica de maquinaria moderna de oficina. Máquinas de escribir eléctricas y cosas así. A su vuelta, ha comprado la televisión.  Su madre, Paquita, es una mujer malagueña muy graciosa que pronto ha establecido una buena relación con mi madre y me invita a su casa a ver corridas de toros y programas infantiles en la televisión.

Ángel pone todo su ahínco en fijar la carta de ajuste antes de que empiecen los programas. Cree que nadie es capaz de afinar la imagen en el aparato, ni siquiera su hermana, María, que es más joven que él y, además, muy guapa.

La relación con Ángel se ha hecho muy fuerte. Es el único chico de la calle con el que puedo jugar partidas de ajedrez y me acompaña siempre que puede. Con Paquito, el hijo más pequeño del cantaor de flamenco, es diferente; con él solo puedo jugar al parchís. Además, siempre tiene las manos llenas de  roña y mancha el cubilete amarillo. No tiene ni las inquietudes ni la inteligencia de Ángel o Miguel. Con él no puedo hablar de los temas que me interesan y que oigo en la radio.


 Con Ángel sí puedo hacerlo. Por ejemplo, de la creación del Mercado Común Europeo. Las seis naciones que lo integran: Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, han firmado el “Tratado de Roma”. Parece una buena noticia que países como Francia y Alemania, históricamente enemigos, se unan  para hacer de Europa una Unión tan importante. Otros países, como  Gran Bretaña o Suecia, también quieren entrar. Creo que tienen más oportunidades que España porque nuestro  régimen político no está bien visto fuera de nuestras fronteras. El general Franco no parece tener demasiados amigos en el mundo a consecuencia de la ayuda recibida durante la guerra civil por parte de Hitler y Mussolini y de su colaboración con los gobiernos fascistas durante la segunda guerra mundial.

domingo, 17 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XVIII)

Hoy es mi cumpleaños, cumplo doce. Sigo en la cama pero mis tías y mis primas han venido a verme y me han traído libros, de los que me gustan, de aventuras. Uno de ellos es estupendo: “Miguel Strogoff, el correo del zar”. Mis tías, las que me llevaron la radio al hospital tienen una papelería y los venden. Siempre me ha gustado revolver las cosas cuando he ido por allí, aunque hace ya mucho tiempo que no puedo; también ha venido el abuelo Marcos, que vive con ellas. Cuando estábamos en la celebración apareció, sin esperarlo, el médico, don Enrique. Es buena gente y me quiere mucho; ha sido mi médico desde que nací. Me visita, me toma la tensión y dice que, de haberlo sabido, él también me habría traído un regalo.

La tarde ha acabado bien. Ya es la hora de la cena y mi madre ha conseguido, después de mucha lucha, que coma algo de verdura, hoy, alcachofas.  Me las limpia y deja solo los corazones. Creo que ella se come luego las hojas.

Sor María ayuda sin poner ninguna condición. Nunca pregunta si voy o no a misa. Es muy discreta y da su ayuda a la gente sin pedir nada a cambio. Una mañana, cuando viene a inyectar a mi hijo el antibiótico, lo hace acompañada de otra señora de la iglesia. Ésta no es tan discreta. En cuanto entró, lo primero que hizo fue preguntar a mi hijo si vienen los sacerdotes a darle la comunión. Ha dicho que les pedirá que lo hagan y que vengan a visitarle. ¿Quién le manda meterse donde no le llaman? No le dije nada pero, al día siguiente, fui a ver a sor María para decirle que no quiero que vengan curas a mi casa, soy una mujer viuda y no quiero habladurías, yo ya voy a misa y mi hijo irá también cuando esté mejor. Sor María me dijo que no me preocupase, que no iría nadie, que esta señora, a veces, es un poco entrometida.


Me han hecho una primera revisión después del nuevo tratamiento,  los resultados de los análisis parecen más esperanzadores y don Enrique,  muestra más optimismo. Los análisis me los ha hecho el doctor Cortés, un buen amigo de don Enrique y, a partir de ese momento, también nuestro; admira mucho la entrega de mi madre y va a ser, desde este momento, un gran apoyo que se va a prolongar durante muchos años. Don Enrique ha dicho que me puedo levantar y salir un poco a la calle, sin hacer esfuerzos ¡Después de muchos meses voy a pisar la calle de nuevo!

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XVII)

Unos días más tarde el resultado de los análisis da que la albúmina ha subido. El médico me dice que debo haber corrido mucho por los pasillos de mi casa disparando la pistola ¿Por qué dice eso? En mi casa no hay pasillos y apenas me he movido los días que he estado allí. 

***

Otra vez empieza la historia. Cada día, ver qué puedo hacer para entrar en el hospital, perseguir a los médicos, implorar que me den alguna esperanza… Todo sigue igual, su escepticismo, su falta de explicaciones, su indiferencia. Alguno de ellos parece más humano y trata de confortarme, pero el jefe de sala sigue igual, Da la impresión de que ya se le han olvidado los capones. Hoy, me han dado una noticia.

─ Vamos a experimentar un nuevo tratamiento, le vamos a inyectar en vena una vacuna a pequeñas dosis. Empezaremos por una décima de cm3 e iremos subiendo la dosis hasta provocar fiebre y una reacción. Esto podría cambiar el rumbo de la enfermedad.

Los médicos internos no tienen experiencia, a mi hijo no se le ven las venas, le pinchan una y otra vez sin conseguir que el líquido las  encuentre. No ha habido reacción y hay que aumentar una décima más.
Así una segunda vez, y una tercera, el error se repite. Pido que se lo haga alguien experto y llaman a una señorita del laboratorio que consigue inyectar sin problemas la cuarta dosis.

La cuarta dosis ha sido, en realidad, la primera y la reacción ha sido brutal. La fiebre le sube al infinito y los riñones reaccionan orinando sangre ¡Está muy mal! ¡Puedo perder a mi hijo! ¿Por qué le he llevado al hospital?... Cada mañana, antes de la hora del desayuno estoy en la sala, a ver como ha pasado la noche y hablo con sor Avelina que hace, a esa hora, la última ronda de la noche.

Después de unos días, la crisis ha ido remitiendo; la fiebre ha desaparecido y parece se va recuperando. Sor Avelina me dice que todo va bien.
Ayer, mi hijo me ha dicho que quiere salir de allí y le digo que sí. Ha visto morir a un señor en una cama frente a él. No ha sido el primero pero, éste, le ha impresionado especialmente. He hablado con los médicos y me dicen que le van a dar el alta y le van a poner un tratamiento nuevo, un medicamento recién aparecido, la prednisona, de la que esperan buenos resultados. En unos días, volveremos a casa.

No quiero que el tratamiento lo lleven los médicos del hospital y he Llamado al médico que le atendió al comienzo de la enfermedad, el pediatra de siempre. Ha venido a verle a casa y ha cambiado la prednisona recetada en el hospital por otra de otro laboratorio.

─ Es menos tóxica, dice, pero el medicamento es terriblemente caro, la caja de diez pastillas cuesta mil pesetas y hay para tres días de tratamiento.

Por medio de Eugenio, uno de mis cuñados, un chico que trabaja en el laboratorio nos consigue el medicamento con un descuento del veinticinco por ciento. Algo es algo, pero es imposible mantener ese ritmo de gasto por mucho tiempo.

Las noches son lo peor. No me acuesto y me quedo sentada junto a la cama de mi hijo. Él se duerme pronto pero, inmediatamente, empieza a sudar, frío, le seco la frente hasta la una o las dos de la mañana en que cesa el sudor. Entonces me voy a la cama, pero duermo poco y mal, cualquier ruido me despierta, incluso sin que haya ninguno  me parece oírlos. Trato de captar su respiración y me levanto varias veces a lo largo de la noche. Como poco y mal, solo me mantiene la tensión nerviosa a la que estoy sometida.


Sor María viene a casa para traer el antibiótico e inyectárselo, lo que nos ahorra mucho dinero, ya que solo tengo que darle una pequeña ayuda voluntaria para el dispensario. También nos regala los otros medicamentos menos importantes, vitaminas y cosas así. 

viernes, 8 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XVI)

Ha vuelto a España el buque Ciudad de Toledo. Ha estado, durante casi cinco meses, visitando un montón de países del norte, centro y sur  de América, África, Portugal y algunos puertos españoles. Ha visitado 33 puertos de 16 países y, un primo mío, Manolo, bueno, uno de los tres que tengo con ese nombre, ha viajado en él como carpintero. No sé cómo ha conseguido una recomendación con el Ministro de Comercio y le han enrolado en la exposición.

La idea del Ministro, Manuel Arburúa, consistía en organizar una exposición flotante que visitase todos esos países para mostrar los mejores productos industriales y artesanos que se fabrican en España  y, de ese modo, poder mejorar el resultado de nuestro comercio exterior. En la exposición, han llevado diversos ejemplos de maquinaria agrícola y de obras públicas, ferretería, herramientas, vehículos, industria militar, bisutería, juguetería, orfebrería, libros, arte, textiles, calzado, piel, vidrio, cerámica, madera, corcho, minerales, alimentación y bebidas.

El viaje ha sido un éxito y la exposición ha recibido gran cantidad de visitantes en los puertos donde ha recalado. En Buenos Aires, más cuatrocientos cincuenta mil y en la Habana, más de trescientos mil. En total, más de dos millones de personas han visitado el buque, entre ellos, algunos presidentes de gobierno y el Rey Mohamed V de Marruecos.

Mi primo me ha dicho que, cuando vaya a su casa, me va a enseñar un montón de fotografías que ha sacado durante el viaje.

A Daniel le han dado el alta por Navidad. Mi madre le dice que se cuide pero él, tan chulo y presumido como siempre, dice que está bien, que con una faja bien apretada, puede andar en bicicleta como el que más. Me da un poco de rabia su actitud.

¡Por fin estoy en casa! A mí también me han dado vacaciones.

Aquí hace más frío, en mi casa no hay calefacción y tampoco tengo a gente todo el día dispuesta a jugar conmigo. Sólo cuando vienen a verme los tíos y primos, generalmente los domingos y, alguna vez, también el abuelo Marcos, que ya  está muy mayor y no puede venir solo. Juego a las cartas cuando vienen  ellos, aquí no puedo jugar al ajedrez. También leo y oigo la radio desde que me despierto hasta que me duermo. Mi madre sigue triste ¿Qué me traerán los Reyes Magos?

Merceditas ya no está, ha vuelto a su casa. Su prima Isabel sube a verme, pero tiene que estudiar. Es mayor que yo y tienen otras actividades. José Antonio, su hermano, está viviendo y trabajando en Alemania ¡Ha venido por Navidad y me ha regalado un libro precioso! “El Mundo silencioso”, del Comandante Cousteau, un marino francés. Habla de un artilugio que llaman “escafandra autónoma” que permite a los hombres nadar bajo el agua llevando, a la espalda, unas botellas rellenas de un gas parecido al aire que, mediante una boquilla, les permite respirar y moverse bajo el agua sin estar conectados a la superficie por una manguera, como necesitan los buzos. Incluso han hecho una película en la que, con su barco, “El Calipso”, navegan por diversos mares probando sus teorías. El libro tiene muchas fotografías y cuenta muchas aventuras del comandante y sus amigos durante el desarrollo del invento, cuando empezaron a experimentar con él durante la segunda guerra mundial. Me lo paso bien leyéndolo ¡Son capaces de bajar al fondo del mar  metidos dentro de jaulas con barrotes de acero y estudiar de cerca a los tiburones!


Los Reyes Magos me han traído otros libros, de aventuras, y un  revolver que parece de verdad: es dorado, se le cargan balas de plástico en el tambor y las dispara a una buena distancia. Al día siguiente cuando volví al hospital, me lo llevé y, la primera mañana, les hice una demostración a los médicos de cómo dispara y regué la sala con las balas; las recogieron y me las devolvieron. Como me pareció que no les gustó demasiado, no he repetido la demostración. 

viernes, 1 de noviembre de 2013

El chico de la hamaca (XV)

La radio me sigue haciendo compañía, aunque no siempre sean buenas las noticias. Una gran riada, provocada por el desbordamiento del Río Turia a su paso por Valencia, ha provocado una gran catástrofe, con muchos muertos. Se ha organizado, a nivel nacional, un gran movimiento de solidaridad a favor de los valencianos y la radio es, una vez más, el vehículo  de ese movimiento durante meses. Un joven locutor de la Cadena SER, Adolfo Fernández, se ha convertido en protagonista organizando un programa para  conseguir ayudas para los damnificados. Noche tras noche el programa llama al corazón de la gente para recaudar fondos.

***

¿Qué voy a hacer? ¡Me estoy volviendo loca! Mi hijo está cada vez peor. Pido ayuda a todos los médicos que le han visitado a lo largo del proceso y ninguno me da solución.  Me dicen que el problema se debería resolver de forma hospitalaria. ¡El año pasado me dijeron lo mismo y no hubo resultado! ¡No me quiero separar de mi hijo! ¡Es lo único que me queda!

Hay que escalar a cumbres más altas y recurrir a alguna eminencia médica. Tengo que buscar alguna recomendación para conseguir que la eminencia de moda vea a mi hijo. He dejado de trabajar en el laboratorio y hemos perdido el seguro. Todas estas gestiones y el cuidado de mi hijo me llevan todo el tiempo. Lo más importante es él.

Hay dos alternativas: La clínica privada y el Hospital Clínico. La clínica privada tiene un coste prohibitivo, no me lo puedo permitir. He estado a verla y tiene un  aspecto estupendo. Me gustaría, pero es imposible.

Consigo una recomendación para hablar con el médico responsable de la sala de mujeres de la eminencia. Es un hombre amable que hace las gestiones para que ingresen a mi hijo en la sala de hombres. No tengo otra alternativa y ésta parece ser la mejor solución; aunque no me guste, he de separarme temporalmente de él y, a primeros de noviembre, le dejo ingresado y el doctor jefe de la sala, muy sonriente, me da buenas palabras.

 Sólo llegar aquí y ya tiene mejor cara, me dice. Supongo que será por la calefacción…

Casi todas las mañanas voy al hospital. Quiero ver a mi hijo y hablar con los médicos. Al principio, sor Ramona no me deja entrar. Luego, me la voy ganando con regalitos.

─«Flores para la virgen», le digo. ─ «Unos bombones para la comunidad, hermana».

Con los médicos tengo menos suerte. Me huyen. No me quieren dar explicaciones. Me dicen que están haciendo el diagnóstico... La verdad es que no parecen que hagan nada y yo sigo sin ver soluciones. ¡Encima quieren que mi hijo vaya en metro a la clínica! ¿No tienen idea de lo peligroso que es que coja frío?  ¡Menos mal que he llegado a tiempo y lo he impedido! Ayer por la mañana me ha parecido oír al médico jefe de sala, decir: «Ya está aquí otra vez ésta loca», ¡su hijo debería estar aquí!

Mi hijo parece aceptar bien la situación. Lee, oye la radio, juega al ajedrez, se lleva bien con los médicos y con sor Ramona. Manuel, el gallego de la cama de su derecha, me dice que algunos enfermos cuentan chistes  y dicen cosas, de una manera inconsciente, que un niño no debería oír y que cuando los médicos pasan la visita, les da toda clase de explicaciones sobre su historia. Que el primer día que paso la visita “el gran jefe”  oía atentamente su relato sobre lo que le había pasado, cuando y como. Me dice que al gran jefe se le caía la baba.


Pronto va a llegar la Navidad. Seguramente le darán vacaciones esos días. Solo quedan en el hospital los enfermos muy graves o los que no tienen familia con quien ir ¡Podré tenerle unos días en casa!

***

Una mañana, al pasar la visita, el médico jefe de la sala parecía muy contento y me dijo, muy sonriente.

 Muchas gracias por la pareja de capones que me habéis regalado. Eran unos ejemplares. Yo no sé qué son capones creo que son pollos─. Mi madre hace todo lo que puede para que me traten bien.

domingo, 27 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (XIV)

Era un domingo de septiembre, la mañana prometía un día excelente, con un cielo azul brillante y un  ligero viento; mi madre se levantó de buen humor y me dijo.

  Hijo, vamos a dar un paseo por el Retiro.

Salimos y le decimos a Merceditas, la sobrina de Juan, que nos acompañe a dar un paseo cerca del estanque. A media mañana se levanta un viento frío, aparecen nubes y como no vamos bastante abrigados decidimos volver. Después de comer me siento raro, me duele la garganta pero no digo nada, juego con mis tías y el abuelo que han venido a vernos. Me parece que tengo fiebre.

A la mañana siguiente, cuando me levanto, orino sangre, me asusto y vuelvo a la cama. Mi madre se ha levantado temprano; como cada día, ha ido a hacer la limpieza del laboratorio. Al volver a casa a media mañana se encuentra con el problema; se pone nerviosa y llora. Otra vez vuelta a empezar.

Los días pasan y el problema no remite, la penicilina no hace efecto. Tomo cada día más medicinas, inútil. No me levanto de la cama, sigo orinando sangre y cada día me ponen tres inyecciones. Mi madre ha comenzado este verano a hacer de practicanta y me las pone ella. Tenemos que ahorrar, no podemos pagar un practicante tres veces al día. Lloro, me rebelo y grito.

¡Quiero morirme de una vez!

No sé porque lo he dicho, no quiero morirme. Mi madre llora, le he hecho mucho daño al decir eso pero cada día me siento peor. No puedo comer, Vomito.

El médico ha venido a visitarme a casa. Al reconocerme, encuentra un problema inesperado que está incidiendo en el problema renal y que justifica mi malestar; tengo apendicitis. Me ponen hielo en el vientre y el problema mejora pero el hielo me produce un fuerte catarro. Más antibióticos. Cuando, por radiografía, se confirma el diagnóstico, el cirujano se niega a hacer la operación; dice que mi problema renal no lo permite que hay que esperar a que mejore el cuadro general.

Todavía hace buen tiempo, incluso hace calor. Se pueden abrir los balcones y una tarde, el sonido de un organillo entra por ellos. Me gusta la música, me alegra. Mi madre lo nota y baja a dar una propina al organillero, para que se quede un rato más tocando bajo el balcón.


Parece que lo peor ha pasado y me voy sintiendo mejor. Mi amiga Merceditas sube a verme a ratos y lo paso bien con ella; tiene mucha gracia y con sus dichos y chistes  me hace reír. Nos cambiamos tebeos y el tiempo se me hace más corto con ella. No es del barrio, ni siquiera es de Madrid. Está pasando una temporada en casa de su tío Juan, el de la bodeguilla y, desde su llegada, nos hemos llevado muy bien. Hace mucha burla de Pepe, el de teléfonos. “El empalmao”, le llama, por lo alto y delgado, como vive en el patio contiguo a la bodeguilla de Juan, sabe de todas sus locuras y se burla de su mal carácter y de su familia. 

lunes, 21 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (XIII)

Felipe ha sido, sin pretenderlo, protagonista de un hecho significativo. Un domingo por la tarde, aprovechando la hora de la visita, ha salido del hospital. Se había puesto de acuerdo con otro compañero para ir al Cine San Carlos, solo había que cruzar la calle, simplemente deseaba, después de mucho tiempo de aislamiento, ver una película del oeste.

Cuando la visita se fue, sor Ramona, con su olfato característico, se vino derecha a mí y me preguntó.

─ ¿Dónde está Felipe?

Le mentí de la mejor manera que pude, pero no se dejó engañar.

El otro compañero tiene pase para salir, dijo, Felipe no, y se va a arrepentir.

Sor Ramona me acusó de mentiroso y encubridor y dio orden en portería para que no le dejasen entrar cuando volviese o que, al menos, le hiciesen “sudar tinta” antes de permitirle la entrada ¡Y lo hicieron! Tuvieron a Felipe implorando e  impidiéndole la entrada durante un buen rato.  A la mañana siguiente, al pasar la visita médica, el doctor, con un tono sarcástico le dijo:

 ¾ «Bueno don Felipe, como parece que está usted muy bien, le vamos a dar el alta» y, sin más, le pusieron en la calle. Tal era el poder de Sor Ramona.

En la siguiente eliminatoria, al Athletico de Bilbao le ha tocado eliminarse con el Manchester United. Tras dos memorables partidos, el Bilbao ha caído eliminado. El Manchester es uno de los mejores equipos de Europa.

La mayoría de los habitantes de la sala se fueron, de una u otra forma, y yo, también me fui, sin que se resolviera mi problema. El insigne profesor, tras seis meses de internamiento inútil, experimentó conmigo una de sus genialidades ¡Por poco me manda al otro barrio! Una mañana de jueves, al hacer la visita de la sala y parar ante mi cama contó una historia:

 En la siguiente eliminatoria, al Athletico de Bilbao le ha tocado eliminarse con el Manchester United. Tras dos memorables partidos, el Bilbao ha caído eliminado. El Manchester es uno de los mejores equipos de Europa.

La mayoría de los habitantes de la sala se fueron, de una u otra forma, y yo, también me fui, sin que se resolviera mi problema. El insigne profesor, tras seis meses de internamiento inútil, experimentó conmigo una de sus genialidades ¡Por poco me manda al otro barrio! Una mañana de jueves, al hacer la visita de la sala y parar ante mi cama contó una historia:

─ Parece que, en estos casos, si el paciente padece el sarampión, la enfermedad mejora. En la clínica, se ha presentado un niño con sarampión, le hemos metido en la cama con otro niño en la misma situación que éste, le ha contagiado el sarampión y le ha bajado la tasa de albúmina.

  Ja, ja, ja Todos los médicos han reído la genialidad y la gracia del gran jefe.

La idea de simular el proceso infeccioso se puso en práctica inyectándome dosis mínimas de una vacuna en vena. La poca habilidad en la ejecución por parte de médicos internos hizo que solo la cuarta dosis tuviese efecto y de forma exagerada. Las otras dosis se habían perdido y, en ésta, la reacción fue excesiva. La temperatura me subió a 40 º, cuando solo querían provocarme unas décimas, orinaba sangre pura, vomité hasta la primera papilla y pasé unos días al borde de la muerte. Sor Avelina, cuando hacía la ronda a primera hora de la mañana, poniendo termómetros y tomando el pulso, me trataba con mucho cariño y daba ánimos a mi madre que, a esas horas, ya se había colado en el hospital.

Cuando pasó la crisis, les faltó tiempo para darme la boleta ─ el alta, dijeron ─. Un tratamiento y a casa. Por casualidad, todos estábamos de acuerdo; yo ya le había pedido a mi madre que me sacara de allí porque  estaba harto de ver morir gente frente a mí y, ella, estaba deseando llevarme a casa. Nunca volví allí a que hicieran el seguimiento de la enfermedad.

Ya estoy en mi casa de nuevo con mi grande y vieja radio.  Diego Valor,  Dos hombres buenos, los seriales, la Cabalgata fin de semana y ¡el fútbol! En las semifinales de la Copa de Europa  al Real Madrid le ha tocado enfrentarse con el Manchester United. Después de haber eliminado al Bilbao se teme mucho al equipo inglés, pero el Madrid, en dos buenos partidos, pasa la eliminatoria después de ganar 3-1 en Madrid y empatar 2-2 en Manchester. ¡Ya solo queda la final!

martes, 15 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (XII)

Felipe ha sido, sin pretenderlo, protagonista de un hecho significativo. Un domingo por la tarde, aprovechando la hora de la visita, ha salido del hospital. Se había puesto de acuerdo con otro compañero para ir al Cine San Carlos, solo había que cruzar la calle, simplemente deseaba, después de mucho tiempo de aislamiento, ver una película del oeste.

Cuando la visita se fue, sor Ramona, con su olfato característico, se vino derecha a mí y me preguntó.

─ ¿Dónde está Felipe?

Le mentí de la mejor manera que pude, pero no se dejó engañar.

El otro compañero tiene pase para salir, dijo, Felipe no, y se va a arrepentir.

Sor Ramona me acusó de mentiroso y encubridor y dio orden en portería para que no le dejasen entrar cuando volviese o que, al menos, le hiciesen “sudar tinta” antes de permitirle la entrada ¡Y lo hicieron! Tuvieron a Felipe implorando e  impidiéndole la entrada durante un buen rato.  A la mañana siguiente, al pasar la visita médica, el doctor, con un tono sarcástico le dijo:


 ¾ «Bueno don Felipe, como parece que está usted muy bien, le vamos a dar el alta» y, sin más, le pusieron en la calle. Tal era el poder de Sor Ramona.

domingo, 13 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (XI)

Cada noche, durante el tiempo que duraron la sublevación húngara y la guerra del Sinaí, seguimos los acontecimientos por la radio. Lo que pareció un movimiento popular que pudo tener un final feliz, se complicó. Los tanques soviéticos invadieron Hungría y los relatos de cómo los patriotas húngaros se enfrentaban al ejército ruso enardecían a mis compañeros de sala. Felipe,  optimista y más bien utópico, se inclinaba por la victoria de los sublevados. Manuel, sostenía que la Unión Soviética no iba a permitir que un país satélite saliese de su órbita.
La Campaña del Sinaí fue rápida e hizo muy popular al general israelí Moshe Dayan con su parche de pirata en el ojo. Desde ese momento se le consideró un  héroe; un gran estratega. El presidente israelí, David Ben Gurión ordenó la invasión de la Península del Sinaí y, al mismo tiempo, las fuerzas Franco-Británicas atacaron Egipto y lanzaron paracaidistas en el Sinaí en un esfuerzo por volver a controlar en Canal de Suez  e impedir su nacionalización. A pesar de la victoria militar, la falta de apoyo de los Estados Unidos y de la Unión Soviética a la operación, la hizo fracasar. Francia y Gran Bretaña perdieron su condición de grandes potencias, el primer ministro británico, Anthony Eden, presento su dimisión como responsable de la decisión y Rene Coty y Guy Mollet, en Francia, perdieron mucho prestigio, a causa de este y  otros problemas coloniales de Francia.  El mundo vivió un otoño al borde del abismo y la radio nos sirvió para seguir en contacto con el mundo exterior.

Pocos días después, a principios de noviembre, terminó la sublevación húngara y su leader, Imre Nagy, se refugió en la embajada de Yugoslavia. Posteriormente se entregó al gobierno húngaro y, dos años más tarde, fue juzgado por traición y ejecutado. Manuel tuvo razón en su visión de los acontecimientos y yo no podía sospechar que, muchos años más tarde, durante una visita turística a Budapest, iba a poder ver, en una plazoleta, rodeada de un  pequeño jardín, una escultura dedicada al héroe de la revolución húngara de 1956. La huella que dejó en mi memoria aquella historia vivida en ese complicado momento de mi niñez, me hizo preguntar a la guía turística  si no había en Budapest ningún monumento que conmemorase aquel hecho. Tuvo la amabilidad de cambiar la ruta establecida para mostrármelo.

―«Hasta hace muy poco tiempo», me dijo, «ha estado prohibido en Hungría hacer referencia a Imre Nagy».


lunes, 7 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (X)

En una ocasión pretendieron hacerme un análisis de orina ─ un cultivo, dijeron ─ y, para ello, había que sondarme después de haber estado toda la noche sin orinar. A media mañana lo intentaron; mis gritos se debían oír en todo el hospital. Probaron con varias sondas, imposible, tuvieron que abandonar. Estuve hasta dos días después soportando un escozor insufrible cada vez trataba de orinar; las sondas debían haberme dejado heridas internas.

Siempre había algún hecho que rompía la monotonía de la sala. Una noche, el joven extremeño perdió la razón. Se levantó en camisa dando gritos y salió de la sala corriendo por el pasillo; nos despertó a todos y a mí me recordó a don Quijote dando espadazos a los cueros de vino. Todo el tiempo que mi enfermedad me dejaba libre, lo dedicaba a leer cuanto caía en mis manos y, El Quijote, me había parecido el libro más divertido de todos: Las historias de los pellejos de vino, del bálsamo de Fierabrás, la de los batanes, las de Sancho en la Ínsula de Barataria y otras muchas, me habían hecho reír a carcajadas.

En poco tiempo el extremeño fue reducido y devuelto a la sala, no era agresivo en absoluto. Sor Avelina, la hermana que tenía la responsabilidad de mantener el orden por la noche, y el enfermero de guardia trataron de tranquilizarlo.

Sor Avelina no tenía nada que ver con sor Ramona; joven, amable, cariñosa…, nos trataba muy bien. Cuando ya, más tranquilo el extremeño, trató de marcharse y dejarle con el enfermero, el extremeño dijo algo que sirvió de broma en la sala durante mucho tiempo.


─ “No se vaya, hermana, que más vale una perdiz que un perdigón”. Yo no entendí muy bien la frase, pero me di cuenta que prefería tener a su lado a sor Avelina, mejor que al enfermero.

viernes, 4 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (IX)

Mi madre siempre encontraba cómo pasar al hospital fuera de las horas permitidas, cada día, a una u otra hora pasaba. No sé cómo lo hacía, pero se saltaba las normas para perseguir a los médicos, presionarles, hacerles sugerencias, pedirles explicaciones. Les tenía hartos, no sabían cómo quitársela de encima. Sor Ramona terminó por dar por perdida la batalla y rendirse ante su terquedad y a los regalos que le hacía mi madre.

─ “Unas flores para la virgen, hermana”, “una cajita de bombones para las hermanas de la comunidad”… No faltaba nunca; incluso en una ocasión en que se convocó una huelga contra la subida de los transportes públicos, subió andando, desde Vallecas, hasta la glorieta de Atocha, para no perder un solo día de verme y abordar a los médicos tratando de obtener alguna respuesta positiva a sus muchas preguntas.

Un día me dijeron que me iban a llevar a la clínica nueva a presentar mi caso en una conferencia médica y se lo dije a mi madre. Cuando iba a salir del hospital, acompañado del doctor Moncada, mi madre se presentó.

─ ¿Cómo van a ir?─  le preguntó.

─ En metro, contestó el doctor.

Mi madre intentó darle dinero para que  fuéramos en taxi, para que yo “no cogiera frío”, dijo. El doctor no lo aceptó, pagó él el taxi y me dijo.

─ Te tienen muy mimado.

Mi madre es así. No se rinde nunca.


El desplazamiento a la clínica no tuvo resultado. Después de perder allí toda la mañana, esperando que expusiesen mi caso, no hubo oportunidad, los casos anteriores ocuparon más tiempo del previsto y cuando volví al hospital, ya habían repartido la comida. Me habían dejado el plato de puré de patata y un bistec más negro que mis zapatos sobre un  radiador. No quise ni probarlos.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (VIII)

La segunda Copa de Europa de fútbol estaba en marcha. El Madrid tenía cada vez mejor equipo y había fichado al mejor futbolista francés, Raimond Kopa, que la temporada anterior había jugado la final con el Stade de Reims contra el Madrid. 

En esta ocasión le tocó enfrentarse con el Rapid de Viena al que ganó en el Bernabeu por     4-2. En Viena, días más tarde, estuvo a punto de ser eliminado al perder por 3-1 en un campo helado según  decía el locutor del partido. El defensa del Madrid, Oliva, sufrió una lesión en la rodilla, con herida incluida, que causó un cierto miedo porque, al parecer, había tenido lugar en el campo una competición con caballos algunos días antes. Hubo de jugarse un desempate en el Bernabeu, donde, el Madrid, ganó por 2-0.

La vida en la sala se desarrollaba de manera monótona. Durante la mañana, el cuerpo médico, capitaneado por el jefe de sala, nombrado por el profesor, pasaba consulta cama por cama. Revisaba gráficas, ordenaba exploraciones, establecía diagnósticos, dictaba tratamientos… Mientras yo leía novelas de Zane Grey, Jack London... Historias del Lejano Oeste o de Alaska que me hacían olvidar donde estaba, no sé porque, algunos médicos internos se extrañaban al verme hacerlo. Una vez a la semana, “el gran jefe”, el genio, el profesor, don Carlos, pasaba esa visita. Ese día, temprano, Sor Ramona multiplicaba su actividad. Se dedicaba a requisar todas las manzanas que los enfermos pudieran tener en sus mesillas ¡El gran jefe, no toleraba el olor a manzana!

Era, tras la comida cuando los habitantes de la sala podían establecer un cierto orden independiente en el que, cada cual, distribuía el tiempo de acuerdo con sus aficiones: Fumar a escondidas sor Ramona les pillaba casi siempre, lectura, paseos…El grupo más numeroso se reunía alrededor de mi cama; me enseñaban a jugar al ajedrez, a las damas…, hubo días en los que llegué a jugar diez partidas de ajedrez; siempre había alguien dispuesto, o no, a dejarse ganar. Al principio, me daban la “dama” de ventaja, luego, cuando se equilibraron las fuerzas, esa concesión dejó de ser necesaria. Al mus, me enseñó a jugar el fraile franciscano.

Las tardes de jueves y domingos eran diferentes. Había visita, la sala se llenaba de gente y mi cama estaba rodeada por familiares y amigos que me llevaban elementos de entretenimiento, lectura sobre todo. Esas tardes, los rostros de los internos que no tenían familia o, simplemente, estaba lejos, expresaban una tristeza especial.


Otra monja del hospital, sor María, pasaba esas tardes, cama por cama, pidiendo, con una hucha, “para los pobres de los suburbios” según decía ella. Muchos de mis tíos y primos venían a visitarme y  hacían que la hucha engordara al pasar por mi cama. Se estableció una buena relación entre mi madre y la monja y la casualidad hizo que la parroquia donde tenía el dispensario y prestaba la ayuda a los pobres fuese la que correspondía a mi domicilio. Cuando volví a casa, nos sirvió de gran ayuda dándonos algunas de las medicinas que necesitaba, incluso iba a mi casa a inyectarme el antibiótico. Se estableció entre ellas un lazo de amistad y agradecimiento que hizo que mi madre, hasta que falleció,  la siguiese visitando en la comunidad de hermanas después de que su avanzada edad y una enfermedad cardíaca le hicieran abandonar su labor en el barrio. Yo continué con esas visitas hasta el fallecimiento de sor María.

sábado, 21 de septiembre de 2013

El chico de la hamaca (VII)

La “fauna” que poblaba la sala era variopinta: un joven extremeño que añoraba continuamente a su mujer e hijos y al que, de tanto en tanto, se le iba la “olla”.  Un ex legionario bronquítico, aparentemente sin familia, que parecía estar allí como en una pensión o en un refugio. Un andaluz, con el pelo largo y muy negro que, día a día, veía disminuida su capacidad de movimiento, las piernas apenas le sostenían. Parecía que nunca se cortaba la uña del dedo pulgar de la mano derecha y, cuando se ponía nervioso, algo que ocurría con demasiada frecuencia, se pasaba el dedo índice de la misma mano por la axila izquierda y luego se lo llevaba a la nariz; era un tic asqueroso. Un chico joven, Daniel, como de unos veinte años, que no parecía enfermo; era de Zamora y hablaba mucho. Se acercaba a mi cama cuando venía mi familia para hablar con ellos, quería hacerse el simpático. Tenía la misma enfermedad en los riñones que yo, pero él no estaba en la cama, se movía, entraba y salía continuamente de la sala. Parecía un  poco chulo y muy presumido, me decía que él ya estaba bien y pronto le iban a dar el alta.  Un joven fraile franciscano, siempre alegre, y experto en el juego del mus.  Mis vecinos de cama: Felipe, un chico joven, buenísima persona, con una lesión cardíaca irreversible, y Manuel, un gallego muy “currao” por la vida había sido emigrante durante años en Argentina y que padecía una cirrosis, también irreversible. En la última cama de la izquierda, en el rincón de la sala, había un señor  muy mayor ─ nunca supe si estaba realmente enfermo  que casi nunca se levantaba de la cama y parecía estar allí de forma permanente; al menos, no se movió durante los meses que yo estuve... Cada persona de la sala parecía tener una historia capaz de llenar páginas y páginas con su vida. Algunos la perdieron durante mi estancia allí.

Por extraño que pueda parecer, me adapté bien a la situación. Después del llanto silencioso de la primera noche cuando las luces de la sala se apagaron, el nuevo día me hizo ver las cosas menos negras. Mis compañeros, buena gente, trataban de hacerme la vida lo más agradable posible, y el aparato de radio que me llevó la tía Pepa, el suyo, sirvió de punto de enganche.

Como algunos de mis compañeros, la radio murió antes de acabar mi estancia en el hospital. Poco antes de mi salida hubo una avería en la instalación eléctrica; una descompensación en la red que produjo una subida de tensión en una zona, mientras se producía una bajada en otras. Donde yo estaba tocó la subida; el aparato no resistió el alto voltaje y se quemó.

Mientras duró, se convirtió en centro de atracción de la sala. Después de la cena, el resto de internos, incluido el enfermero de guardia, se reunían alrededor de mi cama para oír las noticias que, a las diez de la noche, daba Radio Nacional “El parte” como le llamaba, en ese tiempo, la mayoría de la gente  Como no había informativos independientes, todas las emisoras debían conectar con Radio Nacional de España para emitir el único informativo. El oficial.


En aquellos días, dos acontecimientos de la vida internacional recibían el interés de todo el mundo y, por supuesto, el de la gente de la sala. Uno fue la nacionalización del canal de Suez, que desembocó en su bloqueo por parte de Egipto. Esta decisión provocó la llamada “Campaña del Sinaí”, donde los gobiernos de Gran Bretaña, Francia e Israel trataron de impedirlo por diferentes razones. El otro, fue la sublevación húngara  contra el gobierno impuesto por la Unión Soviética. Cada noche, todos queríamos saber cómo se desarrollaba el día a día de los acontecimientos, y el interés se traducía en discusiones tratando de predecir en que terminarían aquellos sucesos. En particular, me admiraban los patriotas húngaros que se enfrentaban, sin armas, a los tanques rusos y me sorprendía oír que los egipcios estaban derrotando a ingleses y franceses. Parecía haber un riesgo real de guerra generalizada en aquella situación.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El chico de la hamaca (VI)

¿Qué hago yo aquí? Parezco un pasmarote sentado en la hamaca a la sombra de la acacia. La gente pasa y me mira. Algunos ni me conocen. Solo se acercan las mujeres cuando está mi madre ¡Cotillas! ¡Les importo un rábano! Solo quieren enterarse de detalles que no vienen a cuento. Una y otra vez mi madre repite la historia; una historia vieja que no quiero volver a oír. Todas terminan diciendo más o menos lo mismo: ─ ¡quién lo diría! ¡Con el buen aspecto que tiene! aunque, eso sí, un poco pálido… Sería mejor la leche que los zumos de fruta. ¡Qué c… sabrán estas brujas!

La verdad es que, además de raro, me siento contento. Hace dos meses nadie daba un duro por mí. El agravamiento de la enfermedad que padezco hace más de cuatro años, había obligado, en el otoño del año anterior, a mi internamiento en el antiguo Hospital Clínico de San Carlos en el servicio del insigne profesor de moda que, además, acababa de abrir un hospital privado. Clínica, le llamaban. Mi madre había hecho lo imposible para que me ingresaran allí, pero los intentos fracasaron y terminé en la gran sala del viejo hospital.

La escena era extraña... Todos los internos, mayores. Muchos, con enfermedades graves y la mayoría con mucha historia vivida. Mi presencia allí, un chico de once años, era un anacronismo, un cuerpo extraño en el ambiente y que me permitió vivir una serie de experiencias que me van a acompañar el resto de mi vida.

La sala era gris, con grandes ventanales que daban, por un lado, a un pasillo que, a su vez, tenía otros grandes ventanales que daban al claustro interior. Por el otro, se comunicaba, mediante otros grandes huecos, con la sala contigua.


Era inmensa, con capacidad para veintiséis camas colocadas en dos filas enfrentadas. Sor Ramona gobernaba la sala con mano dura. Muy mayor, con dificultades para andar ¾ arrastraba los pies ¾ y albina, en tal grado, que su capacidad visual era casi nula. Estas deficiencias las compensaba con una agudeza auditiva y un olfato que le permitía no perder ningún detalle de lo que pasaba en el recinto. Tenía la guerra declarada a los fumadores, les perseguía, les quitaba los cigarrillos de la mesilla. En ese aspecto, era una adelantada a su tiempo.