sábado, 21 de septiembre de 2013

El chico de la hamaca (VII)

La “fauna” que poblaba la sala era variopinta: un joven extremeño que añoraba continuamente a su mujer e hijos y al que, de tanto en tanto, se le iba la “olla”.  Un ex legionario bronquítico, aparentemente sin familia, que parecía estar allí como en una pensión o en un refugio. Un andaluz, con el pelo largo y muy negro que, día a día, veía disminuida su capacidad de movimiento, las piernas apenas le sostenían. Parecía que nunca se cortaba la uña del dedo pulgar de la mano derecha y, cuando se ponía nervioso, algo que ocurría con demasiada frecuencia, se pasaba el dedo índice de la misma mano por la axila izquierda y luego se lo llevaba a la nariz; era un tic asqueroso. Un chico joven, Daniel, como de unos veinte años, que no parecía enfermo; era de Zamora y hablaba mucho. Se acercaba a mi cama cuando venía mi familia para hablar con ellos, quería hacerse el simpático. Tenía la misma enfermedad en los riñones que yo, pero él no estaba en la cama, se movía, entraba y salía continuamente de la sala. Parecía un  poco chulo y muy presumido, me decía que él ya estaba bien y pronto le iban a dar el alta.  Un joven fraile franciscano, siempre alegre, y experto en el juego del mus.  Mis vecinos de cama: Felipe, un chico joven, buenísima persona, con una lesión cardíaca irreversible, y Manuel, un gallego muy “currao” por la vida había sido emigrante durante años en Argentina y que padecía una cirrosis, también irreversible. En la última cama de la izquierda, en el rincón de la sala, había un señor  muy mayor ─ nunca supe si estaba realmente enfermo  que casi nunca se levantaba de la cama y parecía estar allí de forma permanente; al menos, no se movió durante los meses que yo estuve... Cada persona de la sala parecía tener una historia capaz de llenar páginas y páginas con su vida. Algunos la perdieron durante mi estancia allí.

Por extraño que pueda parecer, me adapté bien a la situación. Después del llanto silencioso de la primera noche cuando las luces de la sala se apagaron, el nuevo día me hizo ver las cosas menos negras. Mis compañeros, buena gente, trataban de hacerme la vida lo más agradable posible, y el aparato de radio que me llevó la tía Pepa, el suyo, sirvió de punto de enganche.

Como algunos de mis compañeros, la radio murió antes de acabar mi estancia en el hospital. Poco antes de mi salida hubo una avería en la instalación eléctrica; una descompensación en la red que produjo una subida de tensión en una zona, mientras se producía una bajada en otras. Donde yo estaba tocó la subida; el aparato no resistió el alto voltaje y se quemó.

Mientras duró, se convirtió en centro de atracción de la sala. Después de la cena, el resto de internos, incluido el enfermero de guardia, se reunían alrededor de mi cama para oír las noticias que, a las diez de la noche, daba Radio Nacional “El parte” como le llamaba, en ese tiempo, la mayoría de la gente  Como no había informativos independientes, todas las emisoras debían conectar con Radio Nacional de España para emitir el único informativo. El oficial.


En aquellos días, dos acontecimientos de la vida internacional recibían el interés de todo el mundo y, por supuesto, el de la gente de la sala. Uno fue la nacionalización del canal de Suez, que desembocó en su bloqueo por parte de Egipto. Esta decisión provocó la llamada “Campaña del Sinaí”, donde los gobiernos de Gran Bretaña, Francia e Israel trataron de impedirlo por diferentes razones. El otro, fue la sublevación húngara  contra el gobierno impuesto por la Unión Soviética. Cada noche, todos queríamos saber cómo se desarrollaba el día a día de los acontecimientos, y el interés se traducía en discusiones tratando de predecir en que terminarían aquellos sucesos. En particular, me admiraban los patriotas húngaros que se enfrentaban, sin armas, a los tanques rusos y me sorprendía oír que los egipcios estaban derrotando a ingleses y franceses. Parecía haber un riesgo real de guerra generalizada en aquella situación.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El chico de la hamaca (VI)

¿Qué hago yo aquí? Parezco un pasmarote sentado en la hamaca a la sombra de la acacia. La gente pasa y me mira. Algunos ni me conocen. Solo se acercan las mujeres cuando está mi madre ¡Cotillas! ¡Les importo un rábano! Solo quieren enterarse de detalles que no vienen a cuento. Una y otra vez mi madre repite la historia; una historia vieja que no quiero volver a oír. Todas terminan diciendo más o menos lo mismo: ─ ¡quién lo diría! ¡Con el buen aspecto que tiene! aunque, eso sí, un poco pálido… Sería mejor la leche que los zumos de fruta. ¡Qué c… sabrán estas brujas!

La verdad es que, además de raro, me siento contento. Hace dos meses nadie daba un duro por mí. El agravamiento de la enfermedad que padezco hace más de cuatro años, había obligado, en el otoño del año anterior, a mi internamiento en el antiguo Hospital Clínico de San Carlos en el servicio del insigne profesor de moda que, además, acababa de abrir un hospital privado. Clínica, le llamaban. Mi madre había hecho lo imposible para que me ingresaran allí, pero los intentos fracasaron y terminé en la gran sala del viejo hospital.

La escena era extraña... Todos los internos, mayores. Muchos, con enfermedades graves y la mayoría con mucha historia vivida. Mi presencia allí, un chico de once años, era un anacronismo, un cuerpo extraño en el ambiente y que me permitió vivir una serie de experiencias que me van a acompañar el resto de mi vida.

La sala era gris, con grandes ventanales que daban, por un lado, a un pasillo que, a su vez, tenía otros grandes ventanales que daban al claustro interior. Por el otro, se comunicaba, mediante otros grandes huecos, con la sala contigua.


Era inmensa, con capacidad para veintiséis camas colocadas en dos filas enfrentadas. Sor Ramona gobernaba la sala con mano dura. Muy mayor, con dificultades para andar ¾ arrastraba los pies ¾ y albina, en tal grado, que su capacidad visual era casi nula. Estas deficiencias las compensaba con una agudeza auditiva y un olfato que le permitía no perder ningún detalle de lo que pasaba en el recinto. Tenía la guerra declarada a los fumadores, les perseguía, les quitaba los cigarrillos de la mesilla. En ese aspecto, era una adelantada a su tiempo.