domingo, 23 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXXI)

En todo caso, el juguete más importante fue siempre la pelota que me permitía jugar al fútbol con mis amigos. En cuanto salía del colegio y terminaba las tareas sobre un trozo del mostrador de la tienda, salía a la calle como alma que lleva el diablo. Todavía pasaban pocos coches y se podían montar partidos de fútbol. En ocasiones, había que parar el partido precipitadamente para dejar paso a alguien, o para salir corriendo después de incomodar a alguna vecina con malas pulgas a la que habíamos golpeado la ventana con la pelota.

Yo tenía cinco años. Aquel invierno fue duro. Nevó mucho.  Mi padre sufría un problema grave en el corazón que se había descubierto casualmente. Antes que yo había nacido una niña que falleció en el parto; a consecuencia del disgusto mi padre se sintió mal y, al reconocerle, el médico descubrió el problema. Yo no tenía ni idea de la situación. Solo notaba que mi madre intentaba hacer los trabajos duros de la tienda y mi padre se enfadaba mucho. Una gripe repetida y mal cuidada por la exigencia de atender el negocio, agravó su problema cardíaco y precipitó el final.

Una tarde en la que, en casa, convaleciendo de la última gripe, había estado pegando en grandes pliegos los últimos cupones de las cartillas de racionamiento; después de afeitarse, fue al servicio y salió trastabillando sin poder hablar. Había sufrido un ataque cardíaco, un colapso, dijeron, supongo que ahora se diría un infarto de miocardio, del que ya no se recuperó.

Tambaleándose, ayudado por la prima Luz que estaba en casa, llegó a la cama ante mis ojos asustados. No me atreví a decir palabra, ni siquiera me atreví a llorar. Una vecina de la casa, Ángeles, fue a dar aviso a la tienda y mi casa se llenó de gente: Familia, amigos, vecinos, el médico. Todo fue inútil.

Esa misma noche me llevaron a casa de mis tíos, de donde no volví hasta que todo el proceso, incluidos los entierros de mi padre y de la abuela Engracia, que falleció dos días después, en el pueblo, hubieron  terminado. El tío Eugenio, intentó decirnos, a mis primas y a mí, que mi padre había muerto. No quisimos creerle.

¡Es mentira, nos estás engañando! ─ dijimos los tres . Pero en mi fuero interno sabía que era cierto. Las mujeres de la casa teñían sus ropas de negro y el abuelo Marcos había venido a vivir a Madrid.


Cuando volví a casa no pregunté por mi padre; en mucho tiempo no volví a mencionarle. Incluso un día, cuando uno de mis amigos de juegos de la calle le mencionó, diciendo con todo respeto, “que en paz descanse”, le propiné un puñetazo en el estómago, ante su sorpresa y estupor. No pudo comprender cómo una frase cariñosa, había merecido una reacción tan brutal e incomprensible. Supongo, que era tal el vacío que la desaparición de mi padre me había producido, que su sola mención por otras personas, me producía un brote de ira. Salvo en aquella ocasión, nunca nadie percibió ese sentimiento.

sábado, 15 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXX)

Las fiestas de Navidad suponían un gran lío en mi casa. Las jornadas eran interminables en la tienda. Algunos de los primos mayores venían a ayudar y, al final, todo el mundo llegaba rendido a una mesa sin mucha preparación, ya que mi madre también había estado despachando.

En esas fechas, yo pedía a mi padre que subiese a casa una botella de licor de cada clase de las que vendía mi favorito era el Licor 43 y mi padre me seguía la corriente. Pasadas las fiestas, las botellas volvían a la tienda tal cual habían subido a casa, pero él me había dado el gusto y yo me lo había pasado bien, casi siempre apoyaba mis iniciativas, a veces en contra de los criterios de mí madre, que solía protestar por mis caprichos. Solo en otra ocasión en la que volví a escaparme, esa vez algo más lejos, me dio de correazos cuando volví a la tienda.

La fiesta de los Reyes Magos era especial para mí; todos los años escribía una carta en la que pedía casi todos los juguetes que había visto en la tienda de Mariano. El resto del año vendía muebles pero al llegar las fiestas de Navidad, sus escaparates se llenaban de los juguetes más maravillosos.

En la carta, cada año cambiaban algunas cosas, pero nunca faltaban el tren eléctrico y la bicicleta. Nunca llegaron. Los Reyes parecían ser ciegos y sordos y me dejaban cualquier cosa excepto las que yo había pedido. Para mí que mi madre interceptaba mi carta y escribía otra en mi nombre en la que ponía lo que a ella le daba la gana. Desde luego el tren no pasaba de ser de cuerda y la bicicleta debía de ser considerado un artilugio peligroso. Mi primo Manolito tuvo más suerte y, a fuerza de batacazos, pudo aprender a montar en la terraza de su casa y, más tarde, ir a con ella al parque del Retiro.

Aquel año, mis padres me despertaron casi de madrugada, como era costumbre en ese día. Me levanté temblando de emoción y de frío ¡que frío hacía en mi casa en invierno! , a veces había chupones de hielo en los cristales del balcón cuando me levantaba por la mañana para ir al colegio.


Entre los juguetes que no había pedido, había un coche formidable. Era grande, azul y se abrían las puertas, ¡el volante hacía girar las ruedas! y, además ¡se encendían los faros! Luego descubrí que llevaba adosada una pila en los bajos que, mediante el uso de una palanca, hacía posible el milagro. Fue el regalo estrella y, durante mucho tiempo, mi juguete favorito. Un día, Fermín, mi primo el gordo, se sentó encima del coche para andar sobre él y el eje trasero no pudo resistir el esfuerzo. El coche no volvió a salir del garaje.

domingo, 9 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXIX)

No tendría más de tres años cuando, una mañana, me escapé de la tienda de ultramarinos de mi padre. Mi madre me había dejado allí, después  de bajarle el almuerzo a media mañana.

En un descuido de mi padre, salí a la calle. En lugar de quedarme jugando con algún otro chico, decidí descubrir mundo y empecé a caminar. La estampa era chocante. Vestido con un pijama sucio, las zapatillas de paño con las punteras rotas, un abrigo y una gorra de visera caída, marrones ambos y no precisamente nuevos…A unos doscientos metros de la tienda, un fotógrafo ambulante, de los que pululaban por las calles buscando clientes, me paró, me puso ante el escaparate de una zapatería y me inmortalizó de aquella guisa. Supongo que el siguiente paso hubiera sido llevarme a una comisaría, o algo así, como a un niño extraviado. En ese momento una señora que se acercó al ver el corro de gente me reconoció.

─ ¡Es el hijo de mi tendero!,  dijo, y me devolvieron al redil. Se acabó la aventura.

Unos días más tarde, el fotógrafo se presento en la tienda con las pruebas del delito y mi padre le compró las fotos. Mi madre se enfadó mucho
no entendí por qué ―, yo estaba muy bien. Creo que no le gustó que me hubieran fotografiado con aquella facha. La fotografía tuvo un gran éxito, y hubo que hacer copias para toda la familia.

En otra ocasión, tendría unos cuatro años, una tarde de verano, entre las tres y las cinco, mi padre, aprovechando el tiempo entre el cierre de la tienda a medio día y la apertura de la tarde, dejó los toldos echados para proteger del sol los escaparates y se fue a visitar a su cuñado, el tío Eugenio, que no estaba bien de salud. Mi madre y yo nos quedamos solos en casa.

Súbitamente, el cielo se fue poniendo de un color gris oscuro, se levantó un fuerte viento y empezó a llover. Grandes relámpagos iluminaban la casa a través de los cristales de los balcones, al tiempo que  parecía restallar un sonido como de un latigazo y los truenos retumbaban de manera que parecía que se moviesen las paredes. Mi madre se puso histérica, cerró las grandes puertas de madera tras los balcones, dejó todo completamente a oscuras y se encerró, conmigo, en la habitación más pequeña de la casa. Me apretaba contra ella y rezaba y lloraba, todo a la vez. La lluvia se convirtió en granizos que debían ser de gran tamaño por el ruido que hacían al caer sobre la terraza que cubría el techo de la casa.

No sé cuánto duró aquella situación, pero cuando volvió  mi padre, mi madre no se había atrevido aún a abrir las maderas de los balcones y la casa seguía a oscuras. Él solo le preguntó por qué no había bajado a la calle para subir los toldos que cubrían la fachada de la tienda, que  el granizo los había destrozado. Mi madre casi lo mata.

A la mañana siguiente, todos los periódicos mostraban fotografías de los destrozos ocasionados por el pedrisco y de personas con grandes piedras de hielo en las manos. En el puesto de melones que había en la esquina de la calle, junto a la tienda, pesaron un granizo de medio kilo.

A lo largo de mi vida, he presenciado muchas tormentas, algunas de gran violencia: en el Mar Menor y otros lugares de la costa levantina y en Sud América , sin haber sentido preocupación por ellas, aunque, en una ocasión, estando en Barranquilla, Colombia, amenazaba una muy fuerte y mencioné la idea de irme al hotel antes de que descargase. Una de las personas con las que estaba me dijo.


  Ni se le ocurra, yo he visto, tras diez minutos de tormenta, convertirse las calles de Barranquilla en torrentes que arrastraron un autobús, lleno de gente, al Río Magdalena. No se mueva de donde está hasta que pase. Ni se me ocurrió desoír su consejo.

jueves, 6 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXVIII)

Finalizada la contienda, los viejos proyectos de Benjamín renacieron y, de vuelta a Madrid, se hicieron realidad. Primero en una tienda de ultramarinos en el Puente de Vallecas y,  a continuación, en la boda con Lucía.

Los inicios de la tienda fueron duros en un barrio obrero y pobre, Vallecas,  “La Rusia Chica” según el apodo recibido durante la guerra civil. Las cartillas de racionamiento, la escasez de muchos productos de primera necesidad, los controles de la policía municipal, a la que había que ocultar los artículos de estraperlo, la falta de dinero que hacía que muchos parroquianos se llevasen el suministro “fiado” para pagarlo el sábado, cuando cobraban el jornal, hacían que la vida del tendero no fuese mucho más holgada que la de sus parroquianos.

Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, la situación no mejoró sensiblemente en España. Las presiones que Franco recibía de sus antiguos aliados, Italia y Alemania que, junto con Japón, estaban  enfrentados al resto del mundo y que pretendían involucrar a España en la contienda, junto con las que recibía de los aliados, para que mantuviese la neutralidad, hacían al dictador mantenerse en un difícil equilibrio para, por un lado, no enojar demasiado a sus aliados y, por otro, tratar de mantener las mejores relaciones con los que, aparentaba, serían los vencedores de la contienda. El objetivo no fue conseguido en ningún caso ya que, si bien consiguió mantener una cierta neutralidad, no consiguió que los países vencedores perdonasen el origen de su régimen y, una vez terminada la contienda, le pasaron la factura pendiente. Por medio de una resolución de Naciones Unidas, España fue oficialmente excluida de la organización y decretado el aislamiento universal de su gobierno.

El resultado fue el conocido en estos casos; la población del país fue la verdadera perjudicada por la decisión que, tras los años de guerra interior y exterior, tuvo que sufrir los del aislamiento comercial y político que agravaron su situación social sin que, por otra parte, esto debilitase al régimen es más, la gente, sintiéndose atacada desde el exterior, apoyaba al gobierno incluso en contra de su voluntad. Aunque por estas razones, España se quedó fuera del Plan Marshall que ayudó a la reconstrucción de Europa, la dictadura se mantuvo durante 40 años más.

 En medio de este difícil ambiente, la tienda sobrevivía y se consolidaba. El horario era duro, de lunes a sábado, de nueve de la mañana a..., la hora de cierre era flexible. Había algunas otras tiendas de ultramarinos en la calle, y nadie quería cerrar antes que los otros, peleando por un último cliente, por una última venta a la vecina a la que se le había acabado la sal, el aceite o el azúcar. Todos se vigilaban en la distancia, con el cierre a medio echar, espiando, a la vez, la posible llegada de los guardias municipales que impondrían una multa por no respetar el horario de cierre.

Incluso, algunos domingos era necesario dedicar más horas. Había que preparar  los escaparates para el día siguiente y ordenar el desbarajuste producido el sábado; día en el que hacía la mayor parte de las ventas de la semana. Así, un día tras otro: primavera, verano otoño, invierno, la tienda no se cerraba ni para una semana de vacaciones. Todo era muy difícil, pero compensaba.  Los  sueños  se habían cumplido y la tienda era una realidad, había conseguido formar una familia con Lucía y tenía un hijo. Un hijo que representaba la culminación de sus ambiciones ¿Qué más podía pedir?


domingo, 2 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXVII)

Otra parte de la familia, la compuesta por la hermana Carmen y su marido Manolo, junto con su hija, Carmen y también Lolo, otro hijo de María, estuvieron en Toledo, donde Manolo tenía familia.

Su hermana Ángeles, su marido Indalecio y los hijos mayores de éstos, pasaron la mayor parte de la guerra en Salamanca, de donde Indalecio era natural. Como Ferroviario que era, seguía prestando servicio en los trenes.

El resto de los hermanos: Eusebio, Jesús, Tomás y María, junto con sus esposos e hijos, que no habían podido dejar Madrid, pasaron la guerra en la capital o en los respectivos frentes de guerra, sin tener que lamentar la desaparición de ninguno de ellos. El abuelo José sobrevivió bastante bien a la situación. Su hijo Fermín, que vivía en un piso de la misma casa donde él hacía la labor de portero, antes de su viaje a Bilbao había dejado la despensa bien provista, y José hizo buen uso de ella.

La guerra civil terminó al cabo de tres años. El gobierno republicano tuvo que rendirse a las fuerzas que comandaba el General Franco y, el 1º de junio del año 1939, sus fuerzas entraron en Madrid, dando fin a un terrible periodo y comienzo a otro que, inicialmente al menos, no fue menos duro.

El paréntesis que supuso la contienda, marcó la vida del país y de sus gentes de una manera atroz. Todas las barbaridades cometidas por ambos bandos habían creado miedo y desconfianza entre la gente. La represión ejercida durante los años de la dictadura por el régimen vencedor, ayudó a mantener ese ambiente de rencor en la población más radicalizada, bien por haber sufrido, de manera directa o indirecta, alguna de las vilezas cometidas por cualquiera de los bandos, bien por el sentimiento de frustración producido por la derrota en los que, luchando por el gobierno legítimo y creyendo defender ideales y derechos perdidos tras la derrota de la Segunda República , con la victoria del General Franco los veían definitivamente inalcanzables.

En nada ayudaba la situación de pre-guerra en Europa, dividida también en dos bandos, a mejorar la situación política y social de España. La situación de la población destrozada por la guerra, dividida internamente por las diferencias ideológicas y con una economía depauperada y autártica, resultó extraordinariamente dura.

Tampoco fue mejor la de aquellas personas que se exiliaron voluntariamente huyendo de posibles represalias o, simplemente, por no convivir con un régimen con el que estaban moral y éticamente en desacuerdo. Particularmente, para aquellos que pasaron los Pirineos en penosas condiciones y que fueron recibidos en Francia de una manera nada amable, siendo confinados en campos de concentración y que terminaron, en su mayoría, alistados en el ejército francés o en la resistencia contra la invasión nazi, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos perdieron la vida en la lucha o en campos de concentración alemanes. Algunos de los que sobrevivieron, participaron con la división Leclerc en la liberación de París.


Mejor suerte tuvieron, aquellos que pudieron exiliarse a países sudamericanos, donde fueron bien recibidos y siguieron trabajando en pos de la recuperación de la República. Ni los exiliados en países europeos, ni los que lo hicieron en países sudamericanos, lograron ver su sueño hecho realidad.