En todo caso, el
juguete más importante fue siempre la pelota que me permitía jugar al fútbol
con mis amigos. En cuanto salía del colegio y terminaba las tareas sobre un
trozo del mostrador de la tienda, salía a la calle como alma que lleva el
diablo. Todavía pasaban pocos coches y se podían montar partidos de fútbol. En
ocasiones, había que parar el partido precipitadamente para dejar paso a
alguien, o para salir corriendo después de incomodar a alguna vecina con malas
pulgas a la que habíamos golpeado la ventana con la pelota.
Yo tenía cinco
años. Aquel invierno fue duro. Nevó mucho.
Mi padre sufría un problema grave en el corazón que se había descubierto
casualmente. Antes que yo había nacido una niña que falleció en el parto; a
consecuencia del disgusto mi padre se sintió mal y, al reconocerle, el médico
descubrió el problema. Yo no tenía ni idea de la situación. Solo notaba que mi
madre intentaba hacer los trabajos duros de la tienda y mi padre se enfadaba
mucho. Una gripe repetida y mal cuidada por la exigencia de atender el negocio,
agravó su problema cardíaco y precipitó el final.
Una tarde en la
que, en casa, convaleciendo de la última gripe, había estado pegando en grandes
pliegos los últimos cupones de las cartillas de racionamiento; después de
afeitarse, fue al servicio y salió trastabillando sin poder hablar. Había
sufrido un ataque cardíaco, un colapso, dijeron, supongo que ahora se diría un
infarto de miocardio, del que ya no se recuperó.
Tambaleándose,
ayudado por la prima Luz que estaba en casa, llegó a la cama ante mis ojos
asustados. No me atreví a decir palabra, ni siquiera me atreví a llorar. Una
vecina de la casa, Ángeles, fue a dar aviso a la tienda y mi casa se llenó de
gente: Familia, amigos, vecinos, el médico. Todo fue inútil.
Esa misma noche
me llevaron a casa de mis tíos, de donde no volví hasta que todo el proceso,
incluidos los entierros de mi padre y de la abuela Engracia, que falleció dos
días después, en el pueblo, hubieron
terminado. El tío Eugenio, intentó decirnos, a mis primas y a mí, que mi
padre había muerto. No quisimos creerle.
─ ¡Es mentira, nos
estás engañando! ─ dijimos los tres ─. Pero en mi fuero interno sabía que era cierto. Las mujeres de la casa
teñían sus ropas de negro y el abuelo Marcos había venido a vivir a Madrid.
Cuando volví a
casa no pregunté por mi padre; en mucho tiempo no volví a mencionarle. Incluso
un día, cuando uno de mis amigos de juegos de la calle le mencionó, diciendo
con todo respeto, “que en paz descanse”, le propiné un puñetazo en el estómago,
ante su sorpresa y estupor. No pudo comprender cómo una frase cariñosa, había
merecido una reacción tan brutal e incomprensible. Supongo, que era tal el
vacío que la desaparición de mi padre me había producido, que su sola mención
por otras personas, me producía un brote de ira. Salvo en aquella ocasión,
nunca nadie percibió ese sentimiento.