No tendría más de tres años cuando, una
mañana, me escapé de la tienda de ultramarinos de mi padre. Mi madre me había
dejado allí, después de bajarle el
almuerzo a media mañana.
En un descuido de mi padre, salí a la calle.
En lugar de quedarme jugando con algún otro chico, decidí descubrir mundo y
empecé a caminar. La estampa era chocante. Vestido con un pijama sucio, las
zapatillas de paño con las punteras rotas, un abrigo y una gorra de visera
caída, marrones ambos y no precisamente nuevos…A unos doscientos metros de la
tienda, un fotógrafo ambulante, de los que pululaban por las calles buscando
clientes, me paró, me puso ante el escaparate de una zapatería y me inmortalizó
de aquella guisa. Supongo que el siguiente paso hubiera sido llevarme a una comisaría,
o algo así, como a un niño extraviado. En ese momento una señora que se acercó
al ver el corro de gente me reconoció.
─ ¡Es el hijo de mi tendero!, dijo, y me devolvieron al redil. Se acabó la
aventura.
Unos días más tarde, el fotógrafo se presento
en la tienda con las pruebas del delito y mi padre le compró las fotos. Mi
madre se enfadó mucho
— no
entendí por qué ―, yo estaba muy bien. Creo que no le gustó que
me hubieran fotografiado con aquella facha. La fotografía tuvo un gran éxito, y
hubo que hacer copias para toda la familia.
En
otra ocasión, tendría unos cuatro años, una tarde de verano, entre las tres y
las cinco, mi padre, aprovechando el tiempo entre el cierre de la tienda a
medio día y la apertura de la tarde, dejó los toldos echados para proteger del
sol los escaparates y se fue a visitar a su cuñado, el tío Eugenio, que no
estaba bien de salud. Mi madre y yo nos quedamos solos en casa.
Súbitamente,
el cielo se fue poniendo de un color gris oscuro, se levantó un fuerte viento y
empezó a llover. Grandes relámpagos iluminaban la casa a través de los
cristales de los balcones, al tiempo que
parecía restallar un sonido como de un latigazo y los truenos retumbaban
de manera que parecía que se moviesen las paredes. Mi madre se puso histérica,
cerró las grandes puertas de madera tras los balcones, dejó todo completamente
a oscuras y se encerró, conmigo, en la habitación más pequeña de la casa. Me
apretaba contra ella y rezaba y lloraba, todo a la vez. La lluvia se convirtió
en granizos que debían ser de gran tamaño por el ruido que hacían al caer sobre
la terraza que cubría el techo de la casa.
No sé
cuánto duró aquella situación, pero cuando volvió mi padre, mi madre no se había atrevido aún a
abrir las maderas de los balcones y la casa seguía a oscuras. Él solo le
preguntó por qué no había bajado a la calle para subir los toldos que cubrían
la fachada de la tienda, que el granizo
los había destrozado. Mi madre casi lo mata.
A la
mañana siguiente, todos los periódicos mostraban fotografías de los destrozos
ocasionados por el pedrisco y de personas con grandes piedras de hielo en las
manos. En el puesto de melones que había en la esquina de la calle, junto a la
tienda, pesaron un granizo de medio kilo.
A lo
largo de mi vida, he presenciado muchas tormentas, algunas de gran violencia:
en el Mar Menor y otros lugares de la costa levantina y en Sud América , sin
haber sentido preocupación por ellas, aunque, en una ocasión, estando en
Barranquilla, Colombia, amenazaba una muy fuerte y mencioné la idea de irme al
hotel antes de que descargase. Una de las personas con las que estaba me dijo.
— Ni se le ocurra, yo he visto, tras diez minutos de
tormenta, convertirse las calles de Barranquilla en torrentes que arrastraron
un autobús, lleno de gente, al Río Magdalena. No se mueva de donde está hasta
que pase. Ni se me ocurrió desoír su consejo.
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