domingo, 9 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXIX)

No tendría más de tres años cuando, una mañana, me escapé de la tienda de ultramarinos de mi padre. Mi madre me había dejado allí, después  de bajarle el almuerzo a media mañana.

En un descuido de mi padre, salí a la calle. En lugar de quedarme jugando con algún otro chico, decidí descubrir mundo y empecé a caminar. La estampa era chocante. Vestido con un pijama sucio, las zapatillas de paño con las punteras rotas, un abrigo y una gorra de visera caída, marrones ambos y no precisamente nuevos…A unos doscientos metros de la tienda, un fotógrafo ambulante, de los que pululaban por las calles buscando clientes, me paró, me puso ante el escaparate de una zapatería y me inmortalizó de aquella guisa. Supongo que el siguiente paso hubiera sido llevarme a una comisaría, o algo así, como a un niño extraviado. En ese momento una señora que se acercó al ver el corro de gente me reconoció.

─ ¡Es el hijo de mi tendero!,  dijo, y me devolvieron al redil. Se acabó la aventura.

Unos días más tarde, el fotógrafo se presento en la tienda con las pruebas del delito y mi padre le compró las fotos. Mi madre se enfadó mucho
no entendí por qué ―, yo estaba muy bien. Creo que no le gustó que me hubieran fotografiado con aquella facha. La fotografía tuvo un gran éxito, y hubo que hacer copias para toda la familia.

En otra ocasión, tendría unos cuatro años, una tarde de verano, entre las tres y las cinco, mi padre, aprovechando el tiempo entre el cierre de la tienda a medio día y la apertura de la tarde, dejó los toldos echados para proteger del sol los escaparates y se fue a visitar a su cuñado, el tío Eugenio, que no estaba bien de salud. Mi madre y yo nos quedamos solos en casa.

Súbitamente, el cielo se fue poniendo de un color gris oscuro, se levantó un fuerte viento y empezó a llover. Grandes relámpagos iluminaban la casa a través de los cristales de los balcones, al tiempo que  parecía restallar un sonido como de un latigazo y los truenos retumbaban de manera que parecía que se moviesen las paredes. Mi madre se puso histérica, cerró las grandes puertas de madera tras los balcones, dejó todo completamente a oscuras y se encerró, conmigo, en la habitación más pequeña de la casa. Me apretaba contra ella y rezaba y lloraba, todo a la vez. La lluvia se convirtió en granizos que debían ser de gran tamaño por el ruido que hacían al caer sobre la terraza que cubría el techo de la casa.

No sé cuánto duró aquella situación, pero cuando volvió  mi padre, mi madre no se había atrevido aún a abrir las maderas de los balcones y la casa seguía a oscuras. Él solo le preguntó por qué no había bajado a la calle para subir los toldos que cubrían la fachada de la tienda, que  el granizo los había destrozado. Mi madre casi lo mata.

A la mañana siguiente, todos los periódicos mostraban fotografías de los destrozos ocasionados por el pedrisco y de personas con grandes piedras de hielo en las manos. En el puesto de melones que había en la esquina de la calle, junto a la tienda, pesaron un granizo de medio kilo.

A lo largo de mi vida, he presenciado muchas tormentas, algunas de gran violencia: en el Mar Menor y otros lugares de la costa levantina y en Sud América , sin haber sentido preocupación por ellas, aunque, en una ocasión, estando en Barranquilla, Colombia, amenazaba una muy fuerte y mencioné la idea de irme al hotel antes de que descargase. Una de las personas con las que estaba me dijo.


  Ni se le ocurra, yo he visto, tras diez minutos de tormenta, convertirse las calles de Barranquilla en torrentes que arrastraron un autobús, lleno de gente, al Río Magdalena. No se mueva de donde está hasta que pase. Ni se me ocurrió desoír su consejo.

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