Las fiestas de Navidad suponían
un gran lío en mi casa. Las jornadas eran interminables en la tienda. Algunos
de los primos mayores venían a ayudar y, al final, todo el mundo llegaba
rendido a una mesa sin mucha preparación, ya que mi madre también había estado
despachando.
En esas fechas, yo pedía a mi
padre que subiese a casa una botella de licor de cada clase de las que vendía — mi favorito era el Licor 43 — y mi
padre me seguía la corriente. Pasadas las fiestas, las botellas volvían a la tienda tal
cual habían subido a casa, pero él me había dado el gusto y yo me lo había
pasado bien, casi siempre apoyaba mis iniciativas, a
veces en contra de los criterios de mí madre, que solía protestar por mis
caprichos. Solo en otra ocasión en la que volví a escaparme, esa vez
algo más lejos, me dio de correazos cuando volví a la tienda.
La fiesta de los
Reyes Magos era especial para mí; todos los años escribía una carta en la que
pedía casi todos los juguetes que había visto en la tienda de Mariano. El resto
del año vendía muebles pero al llegar las fiestas de Navidad, sus escaparates
se llenaban de los juguetes más maravillosos.
En la carta, cada
año cambiaban algunas cosas, pero nunca faltaban el tren eléctrico y la
bicicleta. Nunca llegaron. Los Reyes parecían ser ciegos y sordos y me dejaban
cualquier cosa excepto las que yo había pedido. Para mí que mi madre
interceptaba mi carta y escribía otra en mi nombre en la que ponía lo que a
ella le daba la gana. Desde luego el tren no pasaba de ser de cuerda y la
bicicleta debía de ser considerado un artilugio peligroso. Mi primo Manolito
tuvo más suerte y, a fuerza de batacazos, pudo aprender a montar en la terraza
de su casa y, más tarde, ir a con ella al parque del Retiro.
Aquel año, mis
padres me despertaron casi de madrugada, como era costumbre en ese día. Me
levanté temblando de emoción y de frío ─ ¡que frío hacía
en mi casa en invierno! ─, a veces había chupones de hielo en los cristales del balcón cuando me
levantaba por la mañana para ir al colegio.
Entre los
juguetes que no había pedido, había un coche formidable. Era grande, azul y se
abrían las puertas, ¡el volante hacía girar las ruedas! y, además ¡se encendían
los faros! Luego descubrí que llevaba adosada una pila en los bajos que,
mediante el uso de una palanca, hacía posible el milagro. Fue el regalo
estrella y, durante mucho tiempo, mi juguete favorito. Un día, Fermín, mi primo
el gordo, se sentó encima del coche para andar sobre él y el eje trasero no
pudo resistir el esfuerzo. El coche no volvió a salir del garaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario