sábado, 15 de febrero de 2014

El chico de la hamaca (XXX)

Las fiestas de Navidad suponían un gran lío en mi casa. Las jornadas eran interminables en la tienda. Algunos de los primos mayores venían a ayudar y, al final, todo el mundo llegaba rendido a una mesa sin mucha preparación, ya que mi madre también había estado despachando.

En esas fechas, yo pedía a mi padre que subiese a casa una botella de licor de cada clase de las que vendía mi favorito era el Licor 43 y mi padre me seguía la corriente. Pasadas las fiestas, las botellas volvían a la tienda tal cual habían subido a casa, pero él me había dado el gusto y yo me lo había pasado bien, casi siempre apoyaba mis iniciativas, a veces en contra de los criterios de mí madre, que solía protestar por mis caprichos. Solo en otra ocasión en la que volví a escaparme, esa vez algo más lejos, me dio de correazos cuando volví a la tienda.

La fiesta de los Reyes Magos era especial para mí; todos los años escribía una carta en la que pedía casi todos los juguetes que había visto en la tienda de Mariano. El resto del año vendía muebles pero al llegar las fiestas de Navidad, sus escaparates se llenaban de los juguetes más maravillosos.

En la carta, cada año cambiaban algunas cosas, pero nunca faltaban el tren eléctrico y la bicicleta. Nunca llegaron. Los Reyes parecían ser ciegos y sordos y me dejaban cualquier cosa excepto las que yo había pedido. Para mí que mi madre interceptaba mi carta y escribía otra en mi nombre en la que ponía lo que a ella le daba la gana. Desde luego el tren no pasaba de ser de cuerda y la bicicleta debía de ser considerado un artilugio peligroso. Mi primo Manolito tuvo más suerte y, a fuerza de batacazos, pudo aprender a montar en la terraza de su casa y, más tarde, ir a con ella al parque del Retiro.

Aquel año, mis padres me despertaron casi de madrugada, como era costumbre en ese día. Me levanté temblando de emoción y de frío ¡que frío hacía en mi casa en invierno! , a veces había chupones de hielo en los cristales del balcón cuando me levantaba por la mañana para ir al colegio.


Entre los juguetes que no había pedido, había un coche formidable. Era grande, azul y se abrían las puertas, ¡el volante hacía girar las ruedas! y, además ¡se encendían los faros! Luego descubrí que llevaba adosada una pila en los bajos que, mediante el uso de una palanca, hacía posible el milagro. Fue el regalo estrella y, durante mucho tiempo, mi juguete favorito. Un día, Fermín, mi primo el gordo, se sentó encima del coche para andar sobre él y el eje trasero no pudo resistir el esfuerzo. El coche no volvió a salir del garaje.

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