domingo, 22 de noviembre de 2020

LA UTOPÍA

 


En aquellos años nevaba más en Madrid, y cuando me levantaba en las mañanas de invierno para ir al cole veía chupetones de hielo en los cristales de los balcones de mi casa. Entonces, en ninguna casa de mi barrio había calefacción.  

El único medio de calentarse — que eufemismo, calentarse —, era  el “brasero”; un artefacto metálico, donde mi madre, cubierto y arropado por las cenizas producidas por la quema del cisco del día anterior, ponía el cisco nuevo cuya combustión produciría el calor para ese día.  Una vez conseguida la combustión, el “brasero” se introducía debajo de la mesa camilla sobre una tarima de madera con un agujero en el centro, después de ponerle, encima, un protector de rejilla metálica en forma de cúpula, que evitaba el peligro de meter los pies en las ascuas. Con un artefacto llamado badila, se mantenía vivo el fuego a base de “firmas”.

¿Qué de extraño tenía que mi imaginación volase fuera de ese ambiente, mientras veía, en uno de los cines del barrio, de sesión continua, la representación, en color, de la vida en los Estados Unidos que mostraban las películas que venían de Hollywood?

Pasar de las cartillas de racionamiento al ambiente de lujo que mostraban aquellas películas, donde los protagonistas se movían en hoteles elegantes con toda naturalidad, como si viviesen allí siempre; donde los coches americanos, grandes, de motores silenciosos, descapotables, de colores increíbles: rosa, azul, blanco, con anchas bandas blancas en los laterales de sus neumáticos, corrían por las calles de sus ciudades conducidos por jóvenes despreocupados o por adultos satisfechos…  

Que diferencia con las películas españolas de la época: históricas o religiosas. que contaban, en blanco y negro, historias como la de Agustina de Aragón defendiendo Zaragoza de las hordas francesas, o de la Reina Juana y el extraordinario amor que profesaba a su flamenco esposo Felipe, que la engañaba cotidianamente y que la condujo a esa “Locura de amor”, o la de ese niño maravilloso que creó José María Sánchez Silva y que, en su inocencia, logró hablar con Jesús mientras le llevaba comida al desván ...

Ni los lujosos hoteles, ni las casas de los protagonistas de las películas americanas se podían comparar  con nuestras casas: pequeñas, feas y frías; ni sus coches, silenciosos y de colorines, con los nuestros: viejos, negros, ruidosos… ¿Cómo podían la vida y el cine mostrar realidades tan diferentes que sucedían al mismo tiempo? Aquello era una utopía ¿Cómo se podía comparar el “brasero” con el “aire acondicionado”?  

Esa situación fue cambiando de forma imperceptible, aunque a costa de mucho trabajo, y en pocos años desaparecieron los “braseros” y pasamos a tener coches, algunos también de colorines, a disfrutar del aire acondicionado y a la conquista del espacio: viajes a la luna, satélites de comunicaciones, internet… la utopía se había cumplido.

El ser humano necesita de utopías para progresar. Como en la película de Stanley Kubrick, “Una odisea en el espacio”, el monolito, la interrogación, deben estar siempre presentes ¡Vivan las utopías!