En aquellos años nevaba más en Madrid, y cuando me levantaba en las mañanas de invierno para ir al cole veía chupetones de hielo en los cristales de los balcones de mi casa. Entonces, en ninguna casa de mi barrio había calefacción.
El único medio de calentarse — que eufemismo, calentarse
—, era el “brasero”; un artefacto
metálico, donde mi madre, cubierto y arropado por las cenizas producidas por
la quema del cisco del día anterior, ponía el cisco nuevo cuya combustión
produciría el calor para ese día. Una
vez conseguida la combustión, el “brasero” se introducía debajo de la mesa
camilla sobre una tarima de madera con un agujero en el centro, después de
ponerle, encima, un protector de rejilla metálica en forma de cúpula, que
evitaba el peligro de meter los pies en las ascuas. Con un artefacto llamado
badila, se mantenía vivo el fuego a base de “firmas”.
¿Qué de
extraño tenía que mi imaginación volase fuera de ese ambiente, mientras veía,
en uno de los cines del barrio, de sesión continua, la representación, en color,
de la vida en los Estados Unidos que mostraban las películas que venían de
Hollywood?
Pasar de las
cartillas de racionamiento al ambiente de lujo que mostraban aquellas películas,
donde los protagonistas se movían en hoteles elegantes con toda naturalidad,
como si viviesen allí siempre; donde los coches americanos, grandes, de motores
silenciosos, descapotables, de colores increíbles: rosa, azul, blanco, con anchas
bandas blancas en los laterales de sus neumáticos, corrían por las calles de
sus ciudades conducidos por jóvenes despreocupados o por adultos
satisfechos…
Que diferencia
con las películas españolas de la época: históricas o religiosas. que contaban,
en blanco y negro, historias como la de Agustina de Aragón defendiendo Zaragoza
de las hordas francesas, o de la Reina Juana y el extraordinario amor que
profesaba a su flamenco esposo Felipe, que la engañaba cotidianamente y que la
condujo a esa “Locura de amor”, o la de ese niño maravilloso que creó José
María Sánchez Silva y que, en su inocencia, logró hablar con Jesús mientras le
llevaba comida al desván ...
Ni los lujosos
hoteles, ni las casas de los protagonistas de las películas americanas se podían
comparar con nuestras casas: pequeñas,
feas y frías; ni sus coches, silenciosos y de colorines, con los nuestros:
viejos, negros, ruidosos… ¿Cómo
podían la vida y el cine mostrar realidades tan diferentes que sucedían al
mismo tiempo? Aquello era una utopía ¿Cómo se podía comparar el “brasero” con
el “aire acondicionado”?
Esa
situación fue cambiando de forma imperceptible, aunque a costa de mucho
trabajo, y en pocos años desaparecieron los “braseros” y pasamos a tener coches,
algunos también de colorines, a disfrutar del aire acondicionado y a la conquista
del espacio: viajes a la luna, satélites de comunicaciones, internet… la utopía
se había cumplido.
El ser
humano necesita de utopías para progresar. Como en la película de Stanley
Kubrick, “Una odisea en el espacio”, el monolito, la interrogación, deben estar
siempre presentes ¡Vivan las utopías!
No hay comentarios:
Publicar un comentario