- Cariño, yo te querré siempre, pero
¿por qué he de creer que tú me quieres? ¿No me
estarás engañando? No me respondas. Yo sí confío en ti.
- ¿Cómo puedes pensar que yo te
engaño? No me hagas esto, me respondió Irene
– Te he
dicho que confío en ti. Solo he querido ponerte frente a tus absurdos
razonamientos. Cariño, creo que lo mejor será que nos tomemos unas vacaciones.
Te prometo que serán maravillosas, déjalo en mis manos.
- De acuerdo, no me apetece
mucho, pero te voy a dar una oportunidad, me dijo, poniendo un mohín de
fastidio
Una
semana después, Nuestro avión despegaba hacia una maravillosa isla en el
Caribe. Tras siete horas de vuelo, aterrizábamos en un gracioso aeropuerto,
junto a una inmensa playa bañada por un precioso mar azul turquesa. Al bajar la
escalerilla, una bofetada de aire cálido y húmedo nos recibió. Las cercanas
palmeras completaban un idílico paisaje. Que maravilloso contraste con el día
frío y gris que habíamos dejado en Madrid. Febrero es la mejor época del año
para disfrutar del Caribe.
-Irene, cariño ¿no habrás
olvidado las cremas de protección solar en casa? No quiero que unas inoportunas
quemaduras nos impidan disfrutar, plenamente, de nuestra reconciliación. Estoy
dispuesto a que, en estos días, desaparezca cualquier duda, sobre mi amor por
ti.
Su
mirada, y la sonrisa que me dedicó, me hicieron saber que ya empezaban a
desaparecer. En pocos minutos, un autobús de la agencia de viajes, nos llevó a
nuestro destino.
- Jonás, esto es maravilloso, Es
el hotel más bonito que he visto nunca. ¡Te quiero! Ocúpate tú de coger la
llave de la habitación y de que nos lleven las maletas. Voy a ver el jardín y
la piscina y, si es posible, a dar un paseo por la playa. Enseguida subo. Preguntaré en recepción el número de habitación.
- ¡No te precipites! ¡Las quemaduras...!
No me oyó, corría, feliz, hacia el
jardín
Detrás
del mostrador de recepción, una mulata espléndida, con unos ojos negros en los
que era imposible dejar de perderse, una sonrisa sugerente, embutida en un
uniforme que hacía resaltar un cuerpo maravilloso, me preguntó:
─ ¿El
señor viene solito? ¿Cómo desea la habitación? ¿Vistas al mar o a la montaña?
Al mar es más fresca.
Su
acento dulzón casi me hizo olvidar el objetivo de mi viaje. Apenas pude
balbucear:
─ No,
no. Vengo con mi mujer. Habitación para 2. Vistas al mar, por favor.
Se
volvió para elegir la habitación. Me pareció oírla decir: «Que pena», mientras me daba la llave.
─ Habitación
528. Quinto piso, a la derecha están los ascensores.
Un mozo
me ayudó a subir las maletas. Tras una espléndida propina. -¡Gracias señor!, me dijo, mientras me
regalaba una sonrisa que prometía el mejor servicio en lo que le pidiera. Salí
a la terraza. La vista del paisaje me relajó y estuve a punto de quedarme
dormido contemplando el mar.
Cuando
Irene entró en la habitación, ni se fijó en que el equipaje estaba a medio
deshacer. Estaba exultante..
– Cariño,
me dijo, te voy a hacer el amor como en tu vida te lo han hecho. Se abalanzó sobre mí y, con una pasión
desconocida en ella, me hizo sentir en las nubes. Yo me entregué como nunca. De
mi retina, no se había borrado la imagen de la recepcionista. ¡Era a ella a
quien estaba haciendo el amor! ¡Irene no existía! ¡Que estupenda idea la de
venir a este hotel en el Caribe!
Despertamos
de nuestro delirio, exhaustos, felices; justo con la hora de bajar al comedor a
tomar la cena. El equipaje a medio deshacer, mostraba el desorden de la
habitación.
La cena
fue deliciosa. Nunca había visto a Irene tan feliz. La música que interpretaba
un pianista negro, acentuaba el romanticismo del ambiente. En un momento en que
Irene se levantó de la mesa, – no llegaré a entender porqué las mujeres siempre
tienen que ir al lavabo en medio de una
cena – aproveche la oportunidad para dejar una nota, junto con otra espléndida
propina, en la mano del mozo que me había subido el equipaje a la habitación,.
La noche acabó con un romántico paseo acariciado por la dulce brisa caribeña.
―Buenos
días, Irene, cariño. Hace un día estupendo. Levanta.
― Un
suave ronroneo fue su única respuesta. Dio media vuelta en la cama y,
mostrándome su espalda desnuda, me hizo comprender que no estaba dispuesta a
comenzar el día.
Bajé al
jardín y, al pasar por el vestíbulo, la recepcionista, con su maravillosa
sonrisa, me dijo
― Buenos
días señor, tiene usted un mensaje. Me alargó una nota doblada mientras me
decía
─ ¿Está
feliz en el hotel? No dude en pedir cualquier cosa que pueda necesitar. Estamos
deseosos de ofrecerle el mejor servicio.
Mientras
paseaba, leí la nota. El corazón me palpitaba alocadamente, galopaba, las manos
me sudaban, me estaba ofreciendo una cita… «Estaré libre a la hora de la
siesta. Le espero a las 3, en el solarium de la 9ª planta».
Volví a
la habitación. Irene ya estaba despierta. Terminamos de ordenar el equipaje y tras
un pantagruélico desayuno, bajamos a la playa. Mi plan tenía que funcionar. En
ningún momento permití que Irene descansase sobre la toalla. Baños, carreras,
juego de palas, mas baño, más palas. Conseguí dejarla exhausta y feliz y, tras
una refrescante comida en el buffet del jardín, me pidió disculpas.
– Cariño,
necesito una larga, larga siesta. Me dio un cálido beso y subió a la
habitación.
Yo no
esperaba otra cosa. Subí, impaciente, a la 9ª planta. En el solario de la
terraza, tumbada en una hamaca, con un precioso bikini blanco estaba la mujer
más bella y excitante que nunca hubiese visto. Su piel morena resaltaba de
manera turbadora. Fui hacia ella y me hundí en sus ojos. Me cogió de la mano…
─ ¡Ven
mi amor!, me dijo. No hablamos más
hasta que llegamos a su habitación.
Hicimos
el amor como yo nunca sospeché que se pudiera hacer. De manera feroz. Sus
labios, acariciaban cada parte de mi cuerpo. Los míos no dejaron un pliegue de
su cuerpo sin explorar. Al terminar, feliz e insinuante, dijo: ─ Estaré, cada
día, esperándote en el solarium. Nunca hay nadie ahí a esa hora.
Los
días de vacaciones pasaron en un suspiro. Irene, feliz y confiada, disfrutó de
cada día. Sonreía siempre, me miraba con amor, hacía planes de futuro: ― Cariño,
deseo estabilizar nuestro matrimonio. Quiero tener un hijo.
Yo
asentía. Le decía que haría lo que ella desease, que la quería.....En cuanto
tenía ocasión me sumergía en los ojos y en el cuerpo de mi mulata haciendo
planes de futuro.
Mientras
despegaba el avión, de vuelta a Madrid, con Irene a mi lado, feliz y confiada,
mostrándome su amor con caricias y con la mirada más dulce que jamás le había
visto, pensaba en como decirle que yo volvería, solo, a la maravillosa isla del
Caribe.