D. Félix, terminó la carrera joven, incluso recibió
una dispensa papal para que pudiera cantar misa antes de cumplir la edad mínima
prevista.
Curiosamente, había llegado al sacerdocio por un
capricho del destino. No parecía estar destinado a ello. Su madre quedó viuda
al acabar la guerra civil, con dos hijos pequeños: Félix y Aurora. El padre
había muerto luchando por el bando republicano.
Ante lo precario de la situación económica, Félix y
Aurora fueron internados en sendos colegios religiosos, de los que no debían
salir hasta llegar a su mayoría de edad.
Félix, demostró un nivel de inteligencia poco común
y, terminados sus estudios primarios, ingresó en el Seminario donde terminó su
carrera en un tiempo récord.
Cantada su primera misa en la iglesia que ostentaba
el arciprestazgo del barrio donde había nacido, se planteo su futuro. Su
carrera había sido seguida con atención por Monseñor, por su brillantez, y
decidieron no tomar una decisión precipitada al respecto.
Le asignaron la capellanía de un convento de monjas
y unas clases de religión en un colegio, ambos de la orden a la que pertenecía.
Decía su misa en la capilla del convento, temprano,
a las 8, rapidita. Al acabar, organizaba su agenda del día: Clase/s de religión
en el colegio. Rastrillos y actos de caridad junto a señoras de la alta
sociedad. Visita al arzobispado, ─ para mantener las buenas relaciones con
monseñor ─.
Era joven, tenía demasiada energía. Se compró una
moto deportiva. Necesitaba un vehículo ágil que le permitiese llegar a tiempo a
todas sus citas. Era un primor verle como se arremangaba la sotana para no
mancharla con la grasa del motor, y llegar al colegio entre el revuelo y la
admiración de los chavales que se resistían a dejar de mirar la maravillosa
moto.
Mas tarde, su llegada al Rastrillo o a los actos de
caridad, era recibida, igualmente, con expectación y aparente respeto por las
feligresas, que no dejaban pasar la oportunidad de cuchichear entre ellas e
intercambiar sonrisas cómplices, y entre las que él se sentía como el gallo del
gallinero.
Elvira, era una de sus colaboradoras más jóvenes y
activas en los Rastrillos y actos de caridad. No hacía grupo con las señoras
mayores, solo mantenía una cortés relación con ellas. Cuando llegaba D. Felix
los ojos le brillaban, buscaba la oportunidad para estar cerca de él, ser la
primera en atender sus peticiones, sus ideas, sus sugerencias. Su fervor
caritativo subía muchos grados cuando él estaba cerca.
Una cosa llevó a la otra, empezaron a verse a solas
con cualquier pretexto. Planificar actividades, organizar actos..... Pronto, la
atracción de Elvira por Félix, se hizo mutua. El amor, o eso creyeron ellos,
prendió en ambos. Pasaron unos meses de pasión y felicidad, ajenos al mundo que
les rodeaba. Se confiaron.
Una tarde, terminado un Rastrillo con gran éxito,
cuando ya estaban recogiendo los restos de la batalla, Doña Marta al entrar en
uno de los habitáculos del Rastrillo les sorprendió en una actitud que
consideró poco edificante. Les miró con ojos de reprobación y salió de la
habitación.
Fue discreta. No montó ningún escándalo, pero los
superiores de D. Félix tuvieron cumplida cuenta de lo sucedido. Monseñor no
pudo intervenir. La buena estrella de D.
Félix se había eclipsado.
De aquí, al destierro. D. Félix fue destinado a
atender a los feligreses de un grupo de pueblos perdidos en las montañas del
Bierzo. La moto le sirvió trasladarse de uno a otro pueblo, pero su llegada en
ella no despertaba la misma admiración. Solo, algo de extrañeza.
Elvira dejó de asistir a actos de caridad. Si nunca
había estado demasiado integrada en el grupo de señoras, a partir del suceso,
resultó imposible. Se marchó a Londres a trabajar como asistente en un
hospital. Nunca más se vieron.
D Félix, ha vuelto a Madrid. Han pasado muchos años
y aunque aun le queda algo de su actitud presumida, solo puede intentar lucirla
en sus paseos por el Retiro.
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