domingo, 26 de enero de 2014

El chico de la hamaca (XXVI)

El efecto de la guerra en la familia de Lucía fue, en parte, diferente. Los primeros tiempos, duros, como para todos. Sus padres, José y Benita ejercían de porteros en la casa de la calle Batalla del Salado. Esto suponía que, a cualquier hora de la noche, podían aparecer fuerzas, normalmente paramilitares,  de milicianos, en petición de ayuda para registros de pisos, que José debía atender, tratando siempre de ayudar a los vecinos y evitar males para cualquiera de ellos. Eran los momentos más duros y de mayor descontrol por parte del gobierno republicano que, en aras de mantener el apoyo de comunistas y anarquistas, había entregado a las milicias, y a los tribunales  populares, el control de las ciudades y pueblos. También de Madrid, donde la solución de armar estas milicias, consiguió detener el avance de las fuerzas nacionales hacia la capital, a cambio de perder, en buena parte,  el control de la situación. La legalidad de la república se desmoronó y, en realidad, se produjo una revolución proletaria. Algunos de los militares leales a la república, dejaron de prestarle su apoyo ante la situación de descontrol y la incapacidad de poder organizar a las milicias populares, lo cual llevó al ejército republicano a unos niveles de ineficacia incompatibles con una victoria militar sobre el ejército insurgente, más disciplinado y mejor dirigido.

Estos continuos sobresaltos, más los provocados por los bombardeos que sufría Madrid y la tensión que todo estado de guerra supone, acabaron con la precaria salud de Benita, cuyo corazón, ya enfermo y debilitado, no pudo soportar la tensión producida por el desarrollo de la guerra.

Cada uno de los hermanos sufrió diferente suerte. Fermín se las ingenió para conseguir un salvoconducto que le permitió llegar a Bilbao donde su mujer e hijos habían ido a pasar el verano con la familia de ella. Desde allí, consiguieron, no sé de qué modo, pasar a Francia, a las Landas, donde sobrevivieron el resto de la guerra.

Para Lucía, la muerte de su madre, por la que sentía verdadera veneración, fue un duro golpe. Siempre fue muy vehemente, en sus simpatías o antipatías, amor o rechazo, por las personas o cosas. Todo ello la llevó a una situación de depresión, repetida a lo largo de su vida ante situaciones adversas, que aconsejó su salida de Madrid.

Efectivamente, ante lo que se consideraba una caída más o menos inminente de la capital y coincidiendo con la marcha del gobierno a Valencia, se organizaron convoyes de refugiados hacia aquella zona. Así es como, acompañada de su hermana Blasa y su cuñado Pedro, quien, por la falta de su mano derecha, no era útil para el frente , y de dos de sus sobrinos, Amparo y Pepe, hijos de su hermana María, salieron de Madrid, en uno de esos convoyes, hacia Valencia.


En el camino, surgió la posibilidad de recalar en un pueblo de Cuenca, Aliaguilla, donde fueron acogidos por algunas familias en sus casas. Fue una excelente opción que les permitió vivir tranquilos el resto de la guerra a cambio de colaborar en las tareas comunales y en las de las familias que les acogieron. Lucía mantuvo la relación durante años, hasta su muerte; había dejado una gran amistad, tanto con ellos, como con gran parte de la gente del pueblo. 

martes, 21 de enero de 2014

El chico de la hamaca (XXV)


Algunos domingos, en el escaso tiempo libre que les quedara, se reunían entre ellos y con otros paisanos para compartir experiencias y por la necesidad de arroparse dándose compañía. Los pequeños permisos de que dispusieran, los utilizaban para visitar a los abuelos en el pueblo, lo que suponía, también, una pequeña aventura, dados los escasos medios de transporte de la época; Un viaje en tren hasta un lugar relativamente cercano, o alejado, según se mirase, y otro tramo, a lomos de la yegua tuerta en la que el abuelo iba a buscarlos.

 

En los años pasados en la tienda, situada en la esquina de las calles Ferrocarril y Batalla del Salado,  el padre del chico se hizo muy popular en el barrio, era un hombre de buen carácter y cumplidor. La actividad era propicia para conocer y relacionarse con toda la gente de los alrededores y eso eso le permitió conocer a Lucía quien, años más tarde, se convertiría en su mujer. Sin que ella lo sospechara, fue provocando en él algún tipo de admiración e interés, principalmente por su fuerte carácter, pero quizás en ese momento sus sentimientos no estuviesen suficientemente definidos. El caso es que no se atrevió a manifestarlos.

 

Lucía vivía, con su familia, dos casas más abajo, donde sus padres eran  porteros. Habían llegado de Cuenca hacía algún tiempo. José y Benita, eran de la zona de Molina de Aragón,  casi todos sus hijos habían nacido en pueblos próximos a los Montes Universales: Morenilla, Hombrados, Checa, Beteta…, donde José había sido guarda forestal y que al final, terminó trabajando en aserradero en Cuenca capital. Por esa razón, todos los hijos varones terminaron trabajando en la industria de la madera.

 

La actividad comercial en la tienda, le hacía tener mucha relación con todos ellos. Con la  madre, Benita, una buenísima mujer según el decir de todos, por ser clienta de la tienda. Con el padre y los hermanos, por ser asiduos clientes de la taberna anexa. Se había establecido una suerte de amistad entre todos ellos que, en aquel momento, no parecía que fuera a convertirse en otra cosa.

 

Transcurrido algún tiempo, el padre del chico decidió dar otro paso en la definición de su vida, quería hacerse con su propia tienda. Había llegado a ser encargado de la tienda de Ferrocarril, pero no era esto lo que él deseaba, e inició uno de los viajes de visita a los padres, esta vez con la intención de pedirles alguna ayuda económica, que le permitiese, junto con sus propios ahorros, convertirse en dueño de su propio negocio.

 

Este viaje tuvo una importancia insospechada. En su transcurso, estalló la Guerra Civil. Esto supuso la cancelación momentánea de sus proyectos, y la separación de sus hermanos. Ellos siguieron la vida en Madrid sufriendo todas las vicisitudes del cerco, con la desgracia añadida de la muerte de uno de ellos, Emeterio, fallecido durante el bombardeo de un convoy militar cerca de Pozuelo. Nunca se consiguió determinar exactamente el lugar de su muerte, ni donde fuera enterrado su cadáver a pesar de los intentos de la familia por averiguarlo.

 

Él tuvo más suerte, se quedó en el pueblo ayudando a sus padres en las tareas del campo; nadie lo reclamó para incorporarse a la contienda, ni ningún vecino del pueblo intervino para denunciar la situación irregular  en la que se encontraba. Realmente, debería haber sido alistado, como la mayor parte de los hombres jóvenes, en uno u otro bando, en función del área geográfica en la que les hubiera tocado estar en ese momento, pero la suerte y la buena voluntad de sus vecinos, le permitieron quedarse en el pueblo, al margen del conflicto.

lunes, 13 de enero de 2014

El chico de la hamaca (XXIV)

La tienda de ultramarinos había sido el gran proyecto de vida del padre del chico. Era el segundo de 7 hermanos. Llegado a Madrid desde un pueblo de Guadalajara con el objetivo de buscarse la vida, consiguió un trabajo, como dependiente, en una tienda de ultramarinos, con taberna anexa.

Ya tenía una experiencia anterior, su primera salida del pueblo, Bañuelos, fue para realizar ese mismo trabajo en Berlanga de Duero. Sólo se decidió a dar el  salto a la gran ciudad, una vez adquirida alguna experiencia. En ese viaje, le acompañaron sus hermanos varones, Emeterio y Fermín, y otro amigo del pueblo, Eugenio, que, más tarde, se convertiría en su cuñado.

Las hermanas, Prisciliana, Pepa y Quiteria ─ María había muerto algunos años antes al recibir una coz de una mula ─, al llegar a Madrid se pusieron a servir en diferentes casas. No había muchas más alternativas para mujeres con una formación escolar básica y muchas ganas de trabajar para labrarse un porvenir que mejorase las perspectivas  que les ofrecía la vida en el pueblo en el que el abuelo Marcos compartía el trabajo en las escasas tierras, con su actividad como sastre y la atención de una pequeña bodega, instalada en el portal de la casa. Allí vendía el vino que se consumía en el pequeño pueblo, y que acarreaba, ayudado por una mula tuerta, desde otro pueblo vecino, Retortillo. Incluso, en ocasiones, había tenido que salir del pueblo a hacer campañas de siega en tierras más al sur, mientras que la abuela, Engracia, atendía la casa, los hijos, los huertos y los animales.

La vida del abuelo también había sido dura en la juventud cuando le tocó ir de soldado a la guerra de Filipinas. Cuando ya viudo, y con su hijo Benjamín  fallecido, vino a Madrid a pasar sus últimos años, contaba a sus nietos algunas de las desagradables experiencias vividas allí. Poco antes de su muerte el gobierno reconoció algunos derechos a aquellos soldados ─“los últimos de Filipinas”, les llamó y les asignó una pequeña pensión que él no llegó a cobrar.


Madrid no fue fácil una ciudad cómoda para los hermanos. En los años treinta, las jornadas de trabajo no estaban regladas, y si lo estaban, no se respetaban. En la tienda, comenzaban al amanecer y llegaban hasta el final del día; incluso se dormía en el sótano de la propia tienda en un régimen de internado similar al que tenían las chicas de servicio doméstico. Era una cuestión de suerte caer en un sitio mejor o peor en función de la bondad de los patrones.