El efecto de la guerra en la familia de Lucía
fue, en parte, diferente. Los primeros tiempos, duros, como para todos. Sus
padres, José y Benita ejercían de porteros en la casa de la calle Batalla del
Salado. Esto suponía que, a cualquier hora de la noche, podían aparecer
fuerzas, normalmente paramilitares, de
milicianos, en petición de ayuda para registros de pisos, que José debía
atender, tratando siempre de ayudar a los vecinos y evitar males para
cualquiera de ellos. Eran los momentos más duros y de mayor descontrol por
parte del gobierno republicano que, en aras de mantener el apoyo de comunistas
y anarquistas, había entregado a las milicias, y a los tribunales populares, el control de las
ciudades y pueblos. También de Madrid, donde la solución de armar estas
milicias, consiguió detener el avance de las fuerzas nacionales hacia la
capital, a cambio de perder, en buena parte,
el control de la situación. La legalidad de la república se desmoronó y,
en realidad, se produjo una revolución proletaria. Algunos de los militares
leales a la república, dejaron de prestarle su apoyo ante la situación de
descontrol y la incapacidad de poder organizar a las milicias populares, lo
cual llevó al ejército republicano a unos niveles de ineficacia incompatibles
con una victoria militar sobre el ejército insurgente, más disciplinado y mejor
dirigido.
Estos continuos sobresaltos, más los
provocados por los bombardeos que sufría Madrid y la tensión que todo estado de
guerra supone, acabaron con la precaria salud de Benita, cuyo corazón, ya
enfermo y debilitado, no pudo soportar la tensión producida por el desarrollo
de la guerra.
Cada uno de los hermanos sufrió diferente
suerte. Fermín se las ingenió para conseguir un salvoconducto que le permitió llegar
a Bilbao donde su mujer e hijos habían ido a pasar el verano con la familia de
ella. Desde allí, consiguieron, no sé de qué modo, pasar a Francia, a las
Landas, donde sobrevivieron el resto de la guerra.
Para Lucía, la muerte de su madre, por la que
sentía verdadera veneración, fue un duro golpe. Siempre fue muy vehemente, en
sus simpatías o antipatías, amor o rechazo, por las personas o cosas. Todo ello
la llevó a una situación de depresión, repetida a lo largo de su vida ante
situaciones adversas, que aconsejó su salida de Madrid.
Efectivamente, ante lo que se consideraba una
caída más o menos inminente de la capital y coincidiendo con la marcha del
gobierno a Valencia, se organizaron convoyes de refugiados hacia aquella zona.
Así es como, acompañada de su hermana Blasa y su cuñado Pedro, quien, por la
falta de su mano derecha, no era útil para el frente , y de dos de sus
sobrinos, Amparo y Pepe, hijos de su hermana María, salieron de Madrid, en uno
de esos convoyes, hacia Valencia.
En el camino, surgió la posibilidad de recalar
en un pueblo de Cuenca, Aliaguilla, donde fueron acogidos por algunas familias
en sus casas. Fue una excelente opción que les permitió vivir tranquilos el
resto de la guerra a cambio de colaborar en las tareas comunales y en las de
las familias que les acogieron. Lucía mantuvo la relación durante años, hasta
su muerte; había dejado una gran amistad, tanto con ellos, como con gran parte
de la gente del pueblo.