lunes, 13 de enero de 2014

El chico de la hamaca (XXIV)

La tienda de ultramarinos había sido el gran proyecto de vida del padre del chico. Era el segundo de 7 hermanos. Llegado a Madrid desde un pueblo de Guadalajara con el objetivo de buscarse la vida, consiguió un trabajo, como dependiente, en una tienda de ultramarinos, con taberna anexa.

Ya tenía una experiencia anterior, su primera salida del pueblo, Bañuelos, fue para realizar ese mismo trabajo en Berlanga de Duero. Sólo se decidió a dar el  salto a la gran ciudad, una vez adquirida alguna experiencia. En ese viaje, le acompañaron sus hermanos varones, Emeterio y Fermín, y otro amigo del pueblo, Eugenio, que, más tarde, se convertiría en su cuñado.

Las hermanas, Prisciliana, Pepa y Quiteria ─ María había muerto algunos años antes al recibir una coz de una mula ─, al llegar a Madrid se pusieron a servir en diferentes casas. No había muchas más alternativas para mujeres con una formación escolar básica y muchas ganas de trabajar para labrarse un porvenir que mejorase las perspectivas  que les ofrecía la vida en el pueblo en el que el abuelo Marcos compartía el trabajo en las escasas tierras, con su actividad como sastre y la atención de una pequeña bodega, instalada en el portal de la casa. Allí vendía el vino que se consumía en el pequeño pueblo, y que acarreaba, ayudado por una mula tuerta, desde otro pueblo vecino, Retortillo. Incluso, en ocasiones, había tenido que salir del pueblo a hacer campañas de siega en tierras más al sur, mientras que la abuela, Engracia, atendía la casa, los hijos, los huertos y los animales.

La vida del abuelo también había sido dura en la juventud cuando le tocó ir de soldado a la guerra de Filipinas. Cuando ya viudo, y con su hijo Benjamín  fallecido, vino a Madrid a pasar sus últimos años, contaba a sus nietos algunas de las desagradables experiencias vividas allí. Poco antes de su muerte el gobierno reconoció algunos derechos a aquellos soldados ─“los últimos de Filipinas”, les llamó y les asignó una pequeña pensión que él no llegó a cobrar.


Madrid no fue fácil una ciudad cómoda para los hermanos. En los años treinta, las jornadas de trabajo no estaban regladas, y si lo estaban, no se respetaban. En la tienda, comenzaban al amanecer y llegaban hasta el final del día; incluso se dormía en el sótano de la propia tienda en un régimen de internado similar al que tenían las chicas de servicio doméstico. Era una cuestión de suerte caer en un sitio mejor o peor en función de la bondad de los patrones.

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