La tienda de ultramarinos había sido el gran
proyecto de vida del padre del chico. Era el segundo de 7 hermanos. Llegado a
Madrid desde un pueblo de Guadalajara con el objetivo de buscarse la vida,
consiguió un trabajo, como dependiente, en una tienda de ultramarinos, con
taberna anexa.
Ya tenía una experiencia anterior, su primera
salida del pueblo, Bañuelos, fue para realizar ese mismo trabajo en Berlanga de
Duero. Sólo se decidió a dar el salto a
la gran ciudad, una vez adquirida alguna experiencia. En ese viaje, le
acompañaron sus hermanos varones, Emeterio y Fermín, y otro amigo del pueblo,
Eugenio, que, más tarde, se convertiría en su cuñado.
Las hermanas, Prisciliana, Pepa y Quiteria ─ María había muerto algunos años antes al
recibir una coz de una mula ─, al llegar a Madrid se pusieron a servir en diferentes casas. No había
muchas más alternativas para mujeres con una formación escolar básica y muchas
ganas de trabajar para labrarse un porvenir que mejorase las perspectivas que les ofrecía la vida en el pueblo en el
que el abuelo Marcos compartía el trabajo en las escasas tierras, con su
actividad como sastre y la atención de una pequeña bodega, instalada en el
portal de la casa. Allí vendía el vino que se consumía en el pequeño pueblo, y
que acarreaba, ayudado por una mula tuerta, desde otro pueblo vecino,
Retortillo. Incluso, en ocasiones, había tenido que salir del pueblo a hacer
campañas de siega en tierras más al sur, mientras que la abuela, Engracia,
atendía la casa, los hijos, los huertos y los animales.
La vida del abuelo también había sido dura en
la juventud cuando le tocó ir de soldado a la
guerra de Filipinas. Cuando ya viudo, y con su hijo Benjamín fallecido, vino a Madrid a pasar sus últimos
años, contaba a sus nietos algunas de las
desagradables experiencias vividas allí. Poco antes de su muerte el gobierno
reconoció algunos derechos a aquellos soldados ─“los
últimos de Filipinas”, les llamó ─ y les asignó una pequeña
pensión que él no llegó a cobrar.
Madrid no fue fácil una ciudad cómoda para los
hermanos. En los años treinta, las jornadas de trabajo no estaban regladas, y
si lo estaban, no se respetaban. En la tienda, comenzaban al amanecer y llegaban
hasta el final del día; incluso se dormía en el sótano de la propia tienda en
un régimen de internado similar al que tenían las chicas de servicio doméstico.
Era una cuestión de suerte caer en un sitio mejor o peor en función de la
bondad de los patrones.
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