domingo, 30 de septiembre de 2012

Borja


Cualquiera que viese a Borja por primera vez, recibía la sensación de que era un pijo, aunque, realmente, no ejercía como tal. Yo creía conocerle bien. Me consideraba el mejor de sus amigos.

Alto, más bien rubio, sonrisa amable, siempre con la ropa adecuada, de marca, claro; sin alardes. Trato natural con amigos y compañeros. Simpático con las chicas. Nunca le vi perder la compostura. Siempre caía bien. Tenía ese don de forma natural. ¿O adquirido? Desde luego, su familia y entorno le facilitaban la situación: Barrio de Salamanca, clase media - alta, hijo único, buenos colegios...

Estudiábamos una carrera técnica en el área de las nuevas tecnologías. Éramos la segunda promoción. Borja trabajaba lo justo para estar ligeramente por encima de la media. No hablaba de proyectos de futuro cuando surgía el tema entre compañeros. Estábamos terminando el 4º año y ya se barruntaba en el grupo la preocupación por situarse profesionalmente. Sus planes, si los tenía, eran su secreto mejor guardado.

─Borja, hijo, ¿que piensas hacer? Te veo un poco indolente. Es importante que tomes una decisión. Nosotros no te vamos a poder resolver la papeleta siempre. Su madre siempre le planteaba el tema del porvenir - y cualquier otro - de forma amable.

─No te preocupes, mamá, no hay prisa, decía, al tiempo que le daba un cariñoso abrazo con el que acababa cualquier discusión con ella. Siempre utilizaba el mismo método para zafarse de una situación comprometida.

─Borja, tenemos que hablar seriamente. Tienes que ser más responsable. Tienes que aprender a tomar decisiones. Tienes que ocupar el lugar que te corresponde en la sociedad a la que perteneces. Tienes que defender unos principios, unos ideales.

Con su padre, las cosas eran bastante diferentes, no le bastaban las carantoñas. Tenía que darle respuestas concretas.

Una mañana, decidido, se vistió con sus mejores galas y acompañado de su mejor sonrisa, salió dispuesto a dar un paso hacia su futuro. Llevaba algún tiempo dando vueltas a una idea y, ese día, decidió ponerla en práctica.

Entró en un edificio del centro de Madrid, no lejos de su casa. En la fachada, había una especie de pancarta con las siglas de un partido político. Conservador, naturalmente.

Pidió una entrevista con el responsable del área que le interesaba. Respondió a las preguntas sobre objeto de la visita, fotocopiaron su documento nacional de identidad. Tuvo suerte. La persona requerida estaba disponible y le recibió.

Después de un saludo formal, entró al grano directamente.

─Señor Martínez, dijo, Ud. Sabe de la importancia que las nuevas tecnologías tienen, y más, van a tener en el futuro de nuestro país. Yo me pongo a disposición del partido para actuar como asesor en esta materia.

El señor Martínez abrió los ojos con cara de sorpresa, aunque trató de disimular. ¿Quién era este jovencito?, Tenía muy buen aspecto, pero, demasiado “verde” para plantear una propuesta de esta envergadura. Debería estar solicitando la entrada en “Nuevas Generaciones”.

Ya habían comentado en el partido la posibilidad de abrir una sección que se encargase de esa actividad, pero no había una decisión tomada. Decidió, como mandan las normas del buen político, no dar una respuesta concreta.

─Tomaremos su oferta en consideración, mándenos su propuesta por escrito, déjeme sus datos y, cuando lo decidamos nos pondremos en contacto con Ud.

Borja se sintió humillado, era la primera vez en su vida que no conseguía algo que se hubiese propuesto. Era lo suficientemente listo para detectar la frialdad con que aquel representante del aparato del partido había recibido su propuesta. Disimulando su frustración, se levantó:

─Haré lo posible para enviar el documento requerido, lo antes posible, dijo, y con su más atractiva sonrisa se despidió del Señor Martínez.

Seguía creyendo que su idea era buena y que le serviría para dar un paso efectivo que le asegurase el futuro.

La decisión fue rápida, quería aprovechar el día. Desde allí, y con un sentimiento de revancha, se dirigió a otro edificio, similar al anterior, en todo, salvo en la pancarta. Las siglas representaban al principal partido oponente del anterior. Proletario, de izquierdas, con una filosofía contraria a sus propias convicciones, a la educación que había recibido a los intereses de su propia clase. No importa, se dijo. Es un trabajo. No tengo por que involucrarme.

Repitió la operación. Solicitud de visita, objeto de la misma, fotocopia de su identificación. Volvió a tener suerte y fue recibido.

En esta ocasión, el Señor Martín recibió su propuesta con interés. Vio las oportunidades que le brindaba contar con un experto en el nuevo campo. Además, le divertía la situación. El aspecto del pretendiente le hacía pensar que, consciente o inconscientemente, se estaba situando en una posición fuera de su ambiente natural. ¿Por ambición? ¿Por ignorancia? Le iba a seguir el juego.

Una semana mas tarde, empezó su labor. Le habían asignado un despacho, pequeño, suficiente para empezar. Le presentaron a sus compañeros, gente con la que tendría que colaborar, el señor Martín, su jefe, compañero, le dijeron, le dio una relación de temas en los que centrarse inicialmente.

Todos le recibieron de una manera cordial.

─ Bienvenido, Borja, compañero, le dijeron, tratando de hacerle sentir confortable.

Algo no encajaba. Su ropa de marca desentonaba en el entorno. Las conversaciones en torno a la máquina de café: «En las próximas elecciones, vamos a echar del gobierno a los carcas de la derecha», le hacían sentir fuera de su mundo. Los objetivos que le proponía su compañero–jefe, le sonaban extraños.

Cuando nos incorporamos al último curso, vi a un Borja diferente. Seguía teniendo su aire de elegancia natural, pero no llevaba la ropa de marca acostumbrada, tampoco la raya del pantalón era perfecta, se había dejado crecer la barba, parecía no atreverse a integrarse en el grupo de la misma manera.

No le había visto en todo el verano. En un momento en el que nos separamos del grupo, me interesé por el cambio que se había producido en él.

A pesar de que no había comentado en casa la naturaleza de su trabajo, su padre había logrado enterarse. La discusión fue muy fuerte. Le exigió que dejara el trabajo inmediatamente, su madre lloraba, Ninguno quiso dar su brazo a torcer. Su padre, rojo de ira le echó de casa.

Me dijo que ahora vivía en un apartamento que compartía con una compañera de trabajo y trataba de adaptarse a la nueva situación. Seguía viendo a su madre ─ sin que su padre lo supiera ─ y percibí en él como un sentimiento esquizoide, como de quien no está seguro de la decisión que ha tomado. 

viernes, 28 de septiembre de 2012

El agente secreto


Al llegar al aeropuerto de Lisboa, los altavoces anunciaron que el vuelo de TAP a Madrid se demoraba hasta las seis. A las seis se anunció que el vuelo se retrasaba a las seis y media. Una hora más tarde, que se retrasaba a las once de la noche. Amablemente, una señorita, por altavoz, nos decía que TAP nos invitaba a la cena en el restaurante del aeropuerto.

El problema parece que se debía a que el personal de TAP se había puesto de huelga. Pasar toda la tarde en un aeropuerto y sin seguridad de cuanto va a durar la espera, no es la cosa más agradable que te puede pasar en la vida. Al cabo de un tiempo se empezaron a oír gritos destemplados. Un pasajero, brasileiro, que volaba a Madrid, perdió los nervios y empezó a increpar a todo el mundo, en particular, a los responsables de la situación. Por mucho que gritó, no consiguió nada.

Cansado de dar vueltas por las tiendas del aeropuerto, sobre las nueve de la noche, decidí ir al restaurante. Por lo menos pasaría un rato cenando y acortaría la espera. Al llegar, me senté en una mesa, Un camarero se me acercó y amablemente —los portugueses son muy ceremoniosos —me indicó que no podía sentarme en una mesa solo. Tenía que compartirla con otros. Él se encargó de llevarme a otra donde un hombre joven, alto, rubio, terminaba de cenar con una expresión de aburrimiento infinito. Mi llegada pareció alegrarle, me saludó, en inglés, me preguntó si yo lo hablaba y me ofreció la naranja que le habían puesto de postre.

 Rechacé la naranja y le dije que sí, que hablaba algo de inglés. Vio el cielo abierto. Me preguntó a qué hora salía mi vuelo y al decirle que a las once, me dijo que era muy afortunado, que él tendría que pasar toda la noche en el aeropuerto y empezó a contarme su vida y milagros. Me dijo que era un miembro del servicio secreto sueco, que venía de Argelia después de haber controlado la seguridad de un ministro de su gobierno durante su estancia allí y que por la mañana cogería un vuelo a Maputo para realizar la misma misión en Mozambique.

Yo no salía de mi asombro ¡Un agente secreto contándoselo a una persona a la que acababa de conocer! Así siguió la conversación hasta que el mismo camarero de antes, trajo a dos personas más a la mesa.
                                                                      
Eran dos negros, de lo más elegante que yo he visto en mi vida. Debían de ser, por lo menos, hijos del jefe de la tribu. El sueco actuó de la misma manera que conmigo. Les ofreció la naranja, que seguía intacta, y les preguntó si hablaban inglés. Los recién llegados, le dijeron que sí, que hablaban inglés, francés, alemán, portugués, swahili y algo de español. El sueco estaba entusiasmado.
                                                                     
 ¾¿A que se dedican ustedes? — preguntó.
¾ Nos dedicamos a la importación de automóviles a África — dijeron.
¾¿Importan ustedes coches Volvo?, preguntó.

Los negros abrieron los ojos como platos y le dijeron que no, que era una gestión muy difícil. El sueco, en un alarde de amabilidad, les pidió su dirección y les prometió hacer las gestiones necesarias para que pudiesen hacer importaciones de Volvo —Nunca me había encontrado con un agente secreto con tantas ganas de hacer favores a gente desconocida— Terminamos la cena y nos despedimos.

El avión de TAP no salió a las once, ni a ninguna hora. A la una de la madrugada un avión de Iberia vino, desde Madrid, a rescatarnos.

Como pasajero Business, llegué a la escalerilla del avión en un pequeño autobús cuando el resto de pasajeros ya había embarcado. Grandes voces se oían provenientes del interior del avión. Cuando subí, el piloto, que no debía sentirse muy feliz con el servicio extra que le había tocado hacer, estaba pidiendo que la policía desembarcase a alguien y diciendo ¾ ¡Yo no vuelo con un loco así!

Al momento, la policía subió para desembarcar a una pareja: el brasileiro que ya había perdido los nervios en la sala de espera del aeropuerto y su esposa. Sus últimas peticiones de disculpas al piloto diciéndole que ellos no tenían nada contra Iberia, no les libraron de pasar la noche en Lisboa.
Pasé todo el vuelo dándole vueltas a la forma tan diferente de asumir la situación por parte del sueco y del brasileiro! Uno, tranquilo, amable y haciendo favores a la gente — A pesar de tener que pasar la noche en el aeropuerto — El otro, perdiendo los nervios y la oportunidad de salir de Lisboa, aunque fuese tarde. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

“El Cantaor ”



Eusebio, “El Niño de Madrid”, cantaor de flamenco que nunca lucia sus habilidades fuera de los tablaos, era un vecino peculiar en una calle llena de vecinos peculiares. Su arte era el vehículo con el que transmitía la sabiduría popular recibida de los maestros a los que admiraba.

Tenía una forma de vida diferente, como de vampiro. Dormía durante el día y era de noche cuando se le podía ver caminar calle abajo. Algunos decían que era más chulo que “El punteras”. La realidad era que su pierna derecha se movía como el remo de una barca. Este defecto lo utilizaba uno de sus hijos cuando, después de hacerle alguna trastada, corría delante de él llamándole: “patachula”, “patachula”

Cuando no tenía “curro”, si era verano, improvisaba una mesa en la acera a la puerta de su casa y cenaba con su familia con la misma satisfacción con que lo haría en el Ritz. Si había tenido una buena racha era como Craso y todo el mundo disfrutaba de su prodigalidad: cerveza, tapas... cualquier fruslería estaba a disposición de sus vecinos.

Destacaba del entorno por su pulcritud. En particular, cuando salía, de noche, para el “colmao”. Su traje oscuro, con la raya del pantalón trazada con tiralíneas, camisa blanca, impoluta, una corbata pasada de moda, repeinao y, en la mano, un bocadillo envuelto en papel de periódico. Caminaba como una marioneta a la que tirasen continuamente del hilo de su pierna derecha.

Aquella noche, la brisa del río parecía venir del infierno. En el colmao, junto al Puente de San Fernando, el ambiente era sofocante. No llegaban clientes y la intranquilidad de Eusebio aumentaba. Su hijo, el que le llamaba “patachula”, estaba enfermo.

— ¡Esta noche necesito el dinero más que nunca! ¡Maldita profesión! ¡Siempre caminando en la cuerda floja!—

Un grupo de clientes entró en el local. No eran conocidos y ya venían borrachos. Hasta traían las chicas, lo que hizo “torcer el morro” a las habituales del local.

La noche se animó y Eusebio, también. — ¡A ver! ¡Que empiece el cantaor! — Gritaban. El “tocaor” rasgaba las cuerdas de su guitarra y “El niño de Madrid” cantaba, cantaba. Las peticiones se sucedían: “La Salvaora” “La niña de fuego”... sus preferidas, las del maestro Manolo Caracol. Las propinas corrían. El dueño del local estaba feliz. El humo de los cigarros enturbiaba la luz, como en una noche de niebla, diluyendo el perfil de los borrachos. La figura del “Niño de Madrid” se agigantaba y su voz, poderosa, encubría, con su arte, la sordidez de la escena.

El que parecía ser el cabecilla del grupo, Paco le llamaban, empezó a intercambiar miradas con una chica morena, Pepa, de las habituales del local. Pepa se acercó y las miradas se trocaron en caricias.

— ¡Nunca había visto una hembra como tu! ¡Me perdería en el abismo de tus ojos! 

— ¡No te pareces a los hombres que suelen venir por aquí! ¿Me invitas?

La acompañante de Paco no pudo reprimir sus celos — ¡Puta, deja a mi hombre!  Gritó,  lanzando las uñas a los ojos de su rival.

La pelea se generalizó. El humo del local y los vapores del alcohol agrandaban la confusión. El bochorno de la noche y la saña de la pelea bañaban los cuerpos en sudor. Volaban las botellas, las sillas. Apareció un arma blanca…La guitarra calló... La voz de Eusebio se quebró. 

Cuando llegó la policía el local estaba destrozado y vacío. Todos habían huido. Solo quedaban Pepa y el guitarrista arrodillados ante el cuerpo exánime de Eusebio sobre el pequeño tablao... y el bochorno, y el sudor... La brisa del río venia del infierno. Sin arte… Sin magia.