domingo, 23 de septiembre de 2012

“El Cantaor ”



Eusebio, “El Niño de Madrid”, cantaor de flamenco que nunca lucia sus habilidades fuera de los tablaos, era un vecino peculiar en una calle llena de vecinos peculiares. Su arte era el vehículo con el que transmitía la sabiduría popular recibida de los maestros a los que admiraba.

Tenía una forma de vida diferente, como de vampiro. Dormía durante el día y era de noche cuando se le podía ver caminar calle abajo. Algunos decían que era más chulo que “El punteras”. La realidad era que su pierna derecha se movía como el remo de una barca. Este defecto lo utilizaba uno de sus hijos cuando, después de hacerle alguna trastada, corría delante de él llamándole: “patachula”, “patachula”

Cuando no tenía “curro”, si era verano, improvisaba una mesa en la acera a la puerta de su casa y cenaba con su familia con la misma satisfacción con que lo haría en el Ritz. Si había tenido una buena racha era como Craso y todo el mundo disfrutaba de su prodigalidad: cerveza, tapas... cualquier fruslería estaba a disposición de sus vecinos.

Destacaba del entorno por su pulcritud. En particular, cuando salía, de noche, para el “colmao”. Su traje oscuro, con la raya del pantalón trazada con tiralíneas, camisa blanca, impoluta, una corbata pasada de moda, repeinao y, en la mano, un bocadillo envuelto en papel de periódico. Caminaba como una marioneta a la que tirasen continuamente del hilo de su pierna derecha.

Aquella noche, la brisa del río parecía venir del infierno. En el colmao, junto al Puente de San Fernando, el ambiente era sofocante. No llegaban clientes y la intranquilidad de Eusebio aumentaba. Su hijo, el que le llamaba “patachula”, estaba enfermo.

— ¡Esta noche necesito el dinero más que nunca! ¡Maldita profesión! ¡Siempre caminando en la cuerda floja!—

Un grupo de clientes entró en el local. No eran conocidos y ya venían borrachos. Hasta traían las chicas, lo que hizo “torcer el morro” a las habituales del local.

La noche se animó y Eusebio, también. — ¡A ver! ¡Que empiece el cantaor! — Gritaban. El “tocaor” rasgaba las cuerdas de su guitarra y “El niño de Madrid” cantaba, cantaba. Las peticiones se sucedían: “La Salvaora” “La niña de fuego”... sus preferidas, las del maestro Manolo Caracol. Las propinas corrían. El dueño del local estaba feliz. El humo de los cigarros enturbiaba la luz, como en una noche de niebla, diluyendo el perfil de los borrachos. La figura del “Niño de Madrid” se agigantaba y su voz, poderosa, encubría, con su arte, la sordidez de la escena.

El que parecía ser el cabecilla del grupo, Paco le llamaban, empezó a intercambiar miradas con una chica morena, Pepa, de las habituales del local. Pepa se acercó y las miradas se trocaron en caricias.

— ¡Nunca había visto una hembra como tu! ¡Me perdería en el abismo de tus ojos! 

— ¡No te pareces a los hombres que suelen venir por aquí! ¿Me invitas?

La acompañante de Paco no pudo reprimir sus celos — ¡Puta, deja a mi hombre!  Gritó,  lanzando las uñas a los ojos de su rival.

La pelea se generalizó. El humo del local y los vapores del alcohol agrandaban la confusión. El bochorno de la noche y la saña de la pelea bañaban los cuerpos en sudor. Volaban las botellas, las sillas. Apareció un arma blanca…La guitarra calló... La voz de Eusebio se quebró. 

Cuando llegó la policía el local estaba destrozado y vacío. Todos habían huido. Solo quedaban Pepa y el guitarrista arrodillados ante el cuerpo exánime de Eusebio sobre el pequeño tablao... y el bochorno, y el sudor... La brisa del río venia del infierno. Sin arte… Sin magia.

2 comentarios:

  1. No me esperaba el final. Me ha gustado. Noche, juerga, humo, alcohol y mujeres, mezcla explosiva.

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    1. Hola Santi, gracias por tu comentario. El personaje es real. Existió. La historia que cierra el relato, no. Es inventada.

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