domingo, 8 de septiembre de 2013

El chico de la hamaca (VI)

¿Qué hago yo aquí? Parezco un pasmarote sentado en la hamaca a la sombra de la acacia. La gente pasa y me mira. Algunos ni me conocen. Solo se acercan las mujeres cuando está mi madre ¡Cotillas! ¡Les importo un rábano! Solo quieren enterarse de detalles que no vienen a cuento. Una y otra vez mi madre repite la historia; una historia vieja que no quiero volver a oír. Todas terminan diciendo más o menos lo mismo: ─ ¡quién lo diría! ¡Con el buen aspecto que tiene! aunque, eso sí, un poco pálido… Sería mejor la leche que los zumos de fruta. ¡Qué c… sabrán estas brujas!

La verdad es que, además de raro, me siento contento. Hace dos meses nadie daba un duro por mí. El agravamiento de la enfermedad que padezco hace más de cuatro años, había obligado, en el otoño del año anterior, a mi internamiento en el antiguo Hospital Clínico de San Carlos en el servicio del insigne profesor de moda que, además, acababa de abrir un hospital privado. Clínica, le llamaban. Mi madre había hecho lo imposible para que me ingresaran allí, pero los intentos fracasaron y terminé en la gran sala del viejo hospital.

La escena era extraña... Todos los internos, mayores. Muchos, con enfermedades graves y la mayoría con mucha historia vivida. Mi presencia allí, un chico de once años, era un anacronismo, un cuerpo extraño en el ambiente y que me permitió vivir una serie de experiencias que me van a acompañar el resto de mi vida.

La sala era gris, con grandes ventanales que daban, por un lado, a un pasillo que, a su vez, tenía otros grandes ventanales que daban al claustro interior. Por el otro, se comunicaba, mediante otros grandes huecos, con la sala contigua.


Era inmensa, con capacidad para veintiséis camas colocadas en dos filas enfrentadas. Sor Ramona gobernaba la sala con mano dura. Muy mayor, con dificultades para andar ¾ arrastraba los pies ¾ y albina, en tal grado, que su capacidad visual era casi nula. Estas deficiencias las compensaba con una agudeza auditiva y un olfato que le permitía no perder ningún detalle de lo que pasaba en el recinto. Tenía la guerra declarada a los fumadores, les perseguía, les quitaba los cigarrillos de la mesilla. En ese aspecto, era una adelantada a su tiempo.

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