lunes, 7 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (X)

En una ocasión pretendieron hacerme un análisis de orina ─ un cultivo, dijeron ─ y, para ello, había que sondarme después de haber estado toda la noche sin orinar. A media mañana lo intentaron; mis gritos se debían oír en todo el hospital. Probaron con varias sondas, imposible, tuvieron que abandonar. Estuve hasta dos días después soportando un escozor insufrible cada vez trataba de orinar; las sondas debían haberme dejado heridas internas.

Siempre había algún hecho que rompía la monotonía de la sala. Una noche, el joven extremeño perdió la razón. Se levantó en camisa dando gritos y salió de la sala corriendo por el pasillo; nos despertó a todos y a mí me recordó a don Quijote dando espadazos a los cueros de vino. Todo el tiempo que mi enfermedad me dejaba libre, lo dedicaba a leer cuanto caía en mis manos y, El Quijote, me había parecido el libro más divertido de todos: Las historias de los pellejos de vino, del bálsamo de Fierabrás, la de los batanes, las de Sancho en la Ínsula de Barataria y otras muchas, me habían hecho reír a carcajadas.

En poco tiempo el extremeño fue reducido y devuelto a la sala, no era agresivo en absoluto. Sor Avelina, la hermana que tenía la responsabilidad de mantener el orden por la noche, y el enfermero de guardia trataron de tranquilizarlo.

Sor Avelina no tenía nada que ver con sor Ramona; joven, amable, cariñosa…, nos trataba muy bien. Cuando ya, más tranquilo el extremeño, trató de marcharse y dejarle con el enfermero, el extremeño dijo algo que sirvió de broma en la sala durante mucho tiempo.


─ “No se vaya, hermana, que más vale una perdiz que un perdigón”. Yo no entendí muy bien la frase, pero me di cuenta que prefería tener a su lado a sor Avelina, mejor que al enfermero.

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