En
una ocasión pretendieron hacerme un análisis de orina ─ un cultivo, dijeron ─ y,
para ello, había que sondarme después de haber estado toda la noche sin orinar.
A media mañana lo intentaron; mis gritos se debían oír en todo el hospital.
Probaron con varias sondas, imposible, tuvieron que abandonar. Estuve hasta dos
días después soportando un escozor insufrible cada vez trataba de orinar; las
sondas debían haberme dejado heridas internas.
Siempre
había algún hecho que rompía la monotonía de la sala. Una noche, el joven
extremeño perdió la razón. Se levantó en camisa dando gritos y salió de la sala
corriendo por el pasillo; nos despertó a todos y a mí me recordó a don Quijote
dando espadazos a los cueros de vino. Todo el tiempo que mi enfermedad me
dejaba libre, lo dedicaba a leer cuanto caía en mis manos y, El Quijote, me
había parecido el libro más divertido de todos: Las historias de los pellejos
de vino, del bálsamo de Fierabrás, la de los batanes, las de Sancho en la
Ínsula de Barataria y otras muchas, me habían hecho reír a carcajadas.
En
poco tiempo el extremeño fue reducido y devuelto a la sala, no era agresivo en
absoluto. Sor Avelina, la hermana que tenía la responsabilidad de mantener el
orden por la noche, y el enfermero de guardia trataron de tranquilizarlo.
Sor
Avelina no tenía nada que ver con sor Ramona; joven, amable, cariñosa…, nos
trataba muy bien. Cuando ya, más tranquilo el extremeño, trató de marcharse y
dejarle con el enfermero, el extremeño dijo algo que sirvió de broma en la sala
durante mucho tiempo.
─
“No se vaya, hermana, que más vale una perdiz que un perdigón”. Yo no entendí
muy bien la frase, pero me di cuenta que prefería tener a su lado a sor Avelina,
mejor que al enfermero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario