viernes, 4 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (IX)

Mi madre siempre encontraba cómo pasar al hospital fuera de las horas permitidas, cada día, a una u otra hora pasaba. No sé cómo lo hacía, pero se saltaba las normas para perseguir a los médicos, presionarles, hacerles sugerencias, pedirles explicaciones. Les tenía hartos, no sabían cómo quitársela de encima. Sor Ramona terminó por dar por perdida la batalla y rendirse ante su terquedad y a los regalos que le hacía mi madre.

─ “Unas flores para la virgen, hermana”, “una cajita de bombones para las hermanas de la comunidad”… No faltaba nunca; incluso en una ocasión en que se convocó una huelga contra la subida de los transportes públicos, subió andando, desde Vallecas, hasta la glorieta de Atocha, para no perder un solo día de verme y abordar a los médicos tratando de obtener alguna respuesta positiva a sus muchas preguntas.

Un día me dijeron que me iban a llevar a la clínica nueva a presentar mi caso en una conferencia médica y se lo dije a mi madre. Cuando iba a salir del hospital, acompañado del doctor Moncada, mi madre se presentó.

─ ¿Cómo van a ir?─  le preguntó.

─ En metro, contestó el doctor.

Mi madre intentó darle dinero para que  fuéramos en taxi, para que yo “no cogiera frío”, dijo. El doctor no lo aceptó, pagó él el taxi y me dijo.

─ Te tienen muy mimado.

Mi madre es así. No se rinde nunca.


El desplazamiento a la clínica no tuvo resultado. Después de perder allí toda la mañana, esperando que expusiesen mi caso, no hubo oportunidad, los casos anteriores ocuparon más tiempo del previsto y cuando volví al hospital, ya habían repartido la comida. Me habían dejado el plato de puré de patata y un bistec más negro que mis zapatos sobre un  radiador. No quise ni probarlos.

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