miércoles, 2 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (VIII)

La segunda Copa de Europa de fútbol estaba en marcha. El Madrid tenía cada vez mejor equipo y había fichado al mejor futbolista francés, Raimond Kopa, que la temporada anterior había jugado la final con el Stade de Reims contra el Madrid. 

En esta ocasión le tocó enfrentarse con el Rapid de Viena al que ganó en el Bernabeu por     4-2. En Viena, días más tarde, estuvo a punto de ser eliminado al perder por 3-1 en un campo helado según  decía el locutor del partido. El defensa del Madrid, Oliva, sufrió una lesión en la rodilla, con herida incluida, que causó un cierto miedo porque, al parecer, había tenido lugar en el campo una competición con caballos algunos días antes. Hubo de jugarse un desempate en el Bernabeu, donde, el Madrid, ganó por 2-0.

La vida en la sala se desarrollaba de manera monótona. Durante la mañana, el cuerpo médico, capitaneado por el jefe de sala, nombrado por el profesor, pasaba consulta cama por cama. Revisaba gráficas, ordenaba exploraciones, establecía diagnósticos, dictaba tratamientos… Mientras yo leía novelas de Zane Grey, Jack London... Historias del Lejano Oeste o de Alaska que me hacían olvidar donde estaba, no sé porque, algunos médicos internos se extrañaban al verme hacerlo. Una vez a la semana, “el gran jefe”, el genio, el profesor, don Carlos, pasaba esa visita. Ese día, temprano, Sor Ramona multiplicaba su actividad. Se dedicaba a requisar todas las manzanas que los enfermos pudieran tener en sus mesillas ¡El gran jefe, no toleraba el olor a manzana!

Era, tras la comida cuando los habitantes de la sala podían establecer un cierto orden independiente en el que, cada cual, distribuía el tiempo de acuerdo con sus aficiones: Fumar a escondidas sor Ramona les pillaba casi siempre, lectura, paseos…El grupo más numeroso se reunía alrededor de mi cama; me enseñaban a jugar al ajedrez, a las damas…, hubo días en los que llegué a jugar diez partidas de ajedrez; siempre había alguien dispuesto, o no, a dejarse ganar. Al principio, me daban la “dama” de ventaja, luego, cuando se equilibraron las fuerzas, esa concesión dejó de ser necesaria. Al mus, me enseñó a jugar el fraile franciscano.

Las tardes de jueves y domingos eran diferentes. Había visita, la sala se llenaba de gente y mi cama estaba rodeada por familiares y amigos que me llevaban elementos de entretenimiento, lectura sobre todo. Esas tardes, los rostros de los internos que no tenían familia o, simplemente, estaba lejos, expresaban una tristeza especial.


Otra monja del hospital, sor María, pasaba esas tardes, cama por cama, pidiendo, con una hucha, “para los pobres de los suburbios” según decía ella. Muchos de mis tíos y primos venían a visitarme y  hacían que la hucha engordara al pasar por mi cama. Se estableció una buena relación entre mi madre y la monja y la casualidad hizo que la parroquia donde tenía el dispensario y prestaba la ayuda a los pobres fuese la que correspondía a mi domicilio. Cuando volví a casa, nos sirvió de gran ayuda dándonos algunas de las medicinas que necesitaba, incluso iba a mi casa a inyectarme el antibiótico. Se estableció entre ellas un lazo de amistad y agradecimiento que hizo que mi madre, hasta que falleció,  la siguiese visitando en la comunidad de hermanas después de que su avanzada edad y una enfermedad cardíaca le hicieran abandonar su labor en el barrio. Yo continué con esas visitas hasta el fallecimiento de sor María.

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