La segunda Copa de Europa de fútbol estaba en
marcha. El Madrid tenía cada vez mejor equipo y había fichado al mejor
futbolista francés, Raimond Kopa, que la temporada anterior había jugado la
final con el Stade de Reims contra el Madrid.
En esta ocasión le tocó enfrentarse con el Rapid de
Viena al que ganó en el Bernabeu por 4-2. En Viena, días más tarde, estuvo a
punto de ser eliminado al perder por 3-1 en un campo helado según decía el locutor del partido. El defensa del
Madrid, Oliva, sufrió una lesión en la rodilla, con herida incluida, que causó
un cierto miedo porque, al parecer, había tenido lugar en el campo una
competición con caballos algunos días antes. Hubo de jugarse un desempate en el
Bernabeu, donde, el Madrid, ganó por 2-0.
La
vida en la sala se desarrollaba de manera monótona. Durante la mañana, el
cuerpo médico, capitaneado por el jefe de sala, nombrado por el profesor,
pasaba consulta cama por cama. Revisaba gráficas, ordenaba exploraciones,
establecía diagnósticos, dictaba tratamientos… Mientras yo leía novelas de Zane
Grey, Jack London... Historias del Lejano Oeste o de Alaska que me hacían
olvidar donde estaba, no sé porque, algunos médicos internos se extrañaban al
verme hacerlo. Una vez a la semana, “el gran jefe”, el genio, el profesor, don
Carlos, pasaba esa visita. Ese día, temprano, Sor Ramona multiplicaba su
actividad. Se dedicaba a requisar todas las manzanas que los enfermos pudieran
tener en sus mesillas ¡El gran jefe, no toleraba el olor a manzana!
Era,
tras la comida cuando los habitantes de la sala podían establecer un cierto
orden independiente en el que, cada cual, distribuía el tiempo de acuerdo con
sus aficiones: Fumar a escondidas ─sor
Ramona les pillaba casi siempre─,
lectura, paseos…El grupo más numeroso se reunía alrededor de mi cama; me
enseñaban a jugar al ajedrez, a las damas…, hubo días en los que llegué a jugar
diez partidas de ajedrez; siempre había alguien dispuesto, o no, a dejarse
ganar. Al principio, me daban la “dama” de ventaja, luego, cuando se
equilibraron las fuerzas, esa concesión dejó de ser necesaria. Al mus, me
enseñó a jugar el fraile franciscano.
Las
tardes de jueves y domingos eran diferentes. Había visita, la sala se llenaba
de gente y mi cama estaba rodeada por familiares y amigos que me llevaban
elementos de entretenimiento, lectura sobre todo. Esas tardes, los rostros de
los internos que no tenían familia o, simplemente, estaba lejos, expresaban una
tristeza especial.
Otra
monja del hospital, sor María, pasaba esas tardes, cama por cama, pidiendo, con
una hucha, “para los pobres de los suburbios” según decía ella. Muchos de mis
tíos y primos venían a visitarme y
hacían que la hucha engordara al pasar por mi cama. Se estableció una
buena relación entre mi madre y la monja y la casualidad hizo que la parroquia
donde tenía el dispensario y prestaba la ayuda a los pobres fuese la que
correspondía a mi domicilio. Cuando volví a casa, nos sirvió de gran ayuda
dándonos algunas de las medicinas que necesitaba, incluso iba a mi casa a
inyectarme el antibiótico. Se estableció entre ellas un lazo de amistad y
agradecimiento que hizo que mi madre, hasta que falleció, la siguiese visitando en la comunidad de
hermanas después de que su avanzada edad y una enfermedad cardíaca le hicieran
abandonar su labor en el barrio. Yo continué con esas visitas hasta el
fallecimiento de sor María.
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