Me levanté
temprano ya que tenía que estar listo para la llegada del autobús que me llevaría
a visitar el Valle de Viñales. En realidad no tenía idea de lo que me iba a
ofrecer la excursión, pero era una de las atracciones turísticas de la isla y
tenía que aprovechar todo lo posible mi viaje. Tras tomar mi desayuno, me subí
al autobús para iniciar la excursión.
Terminada la visita a
este lugar espectacular, fuimos a visitar la Cueva del Indio. Una gruta
bastante grande, atravesada por una corriente de agua —el río San Vicente,
creo —, por lo que parte
del recorrido lo hicimos en una barca a motor, se podían ver pinturas rupestres
y algunos restos arqueológicos, pertenecientes a culturas anteriores a la
llegada de los españoles. La cueva estaba iluminada con electricidad, pero de
una manera muy deficiente, cables de plástico sueltos de los que pendían
bombillas comunes. Era una instalación
muy rudimentaria que, espero, haya sido mejorada en estos últimos veinticinco
años. A la salida de la cueva me
sorprendió ver una especie de calesa tirada por un jaco que no parecía tener
ganas de mucha fiesta. No supe si estaba al servicio de alguien en particular
o, como un taxi, esperando ser requerido para dar una vuelta por las
proximidades.
De allí, fuimos a tomar la comida en una suerte de cobertizo con todos sus costados libres de paredes para una mejor circulación del aire. Este tipo de construcción es común en estos países tropicales. De hecho, ya había conocido y estado en otros similares en mis viajes a Venezuela.
La comida
fue bastante
básica, austera se podría decir: un panaché de verduras, pollo o
cerdo, no recuerdo bien y melocotón en almíbar. Para mí es un tipo de comida
normal pero, al parecer, algunos de los viajeros le protestaron a la guía de la
excursión, que, en un aparte, me lo comentó como pidiendo disculpas.
— Mucha gente no entiende que estamos en Cuba, que aquí faltan
muchas cosas que son corrientes en otros lugares —, me dijo para justificarse.
— En mi
caso, no tiene que pedirme disculpas, se perfectamente donde he venido —, le
dije.
Terminada la
comida, nos llevaron a ver una fábrica de licor y, más tarde, a una de tabaco.
El ambiente
era bastante diferente en ambas. En la de licor, los empleados, casi todas eran
mujeres, aparecían como uniformadas con un guardapolvo, entre gris y azul, e,
incluso, algunas llevaban puesto una especie de gorro para proteger el producto
que estaban elaborando y parecía haber un buen ambiente de trabajo. Sin
embargo, no faltaba una referencia política: un tablón sobre una de las
paredes, orlado por algunos pequeños cuadros con fotografías, supongo que de
algunos héroes de la revolución, mostraba un lema: «LOS HOMBRES MUEREN, EL
PARTIDO PERMANECE»
Este lema, como
los “murales” hechos para utilización política de la imagen del “Che” Guevara,
pude verlos con frecuencia en muchos lugares durante mi visita a Cuba.
La visita del cobertizo, no me atrevo a denominarlo fábrica, donde se elaboraba una marca de puros, me pareció algo más deprimente. Una gran batería de mujeres, no uniformadas, cada una estaba vestida de la manera más estridente que la que tenía al lado, todas mulatas o negras, se dedicaban a enrollar, una tras de otra, de una forma monótona y rutinaria, con un aspecto de enorme aburrimiento, las hojas de tabaco que terminaban formando el puro. Creo que nunca había visto unas caras de personas con tantas arrugas como las de muchas de aquellas mujeres. No sé si la permanente proximidad con el producto les generaba algún tipo de adicción, pero un gran número de ellas fumaban continuamente.
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