miércoles, 5 de enero de 2022

Navidad 2021

 ¡Ha llegado la Navidad!

Como todos los años, aunque, no sé porque, siempre nos pilla por sorpresa. Se nos pasa el año, y la vida, sin darnos cuenta y, de pronto, aquí la tenemos.

Este año, además, la sorpresa ha sido mayúscula. Estábamos tan confiados, convencidos por la propaganda oficial, de que, casi todos vacunados, se podría celebrar como antes…

¿Cómo antes de qué? De la Pandemia claro, de la aparición del maldito bicho. Ni siquiera habíamos tenido que oír la famosa frase: ¡Hay que salvar la Navidad! Este año no había nada que salvar.

En pocos días, todo se ha ido al traste y, otra vez, ante la aparición de un nuevo apellido para el bicho, Omicron, el manto del miedo nos ha envuelto y volvemos a   desconfiar de todo lo que nos rodea.

Que diferencia con las que recuerdo de niño. Entonces solo se hablaba de la “gripe”. La maldita gripe que, con menos alharacas que la actual Covid, se llevó a mi padre en febrero del 51; pero antes de eso…

Los niños éramos felices con la Navidad. En un mundo, mi barrio, en el que todo era escasez en el día a día, la llegada de la Navidad parecía como llegar al mundo de Jauja. Gente venida de los pueblos de alrededor de Madrid traía a los mercadillos improvisados en calles y plazas: pavos, pollos, bollos y otros tipos de golosinas… Los pavos eran como bichos llegados de otro planeta, con su rojo moco colgando y sus andares como de señorón…Los pollos eran más plebeyos y constituían el manjar más apreciado en las casas humildes, en las que solo aparecían en estas fechas. Los más apreciados eran los llamados “capones”. En realidad, yo no sabía lo que significaba la palabra. Pobres bichos…

Los puestos de las habituales chucherías, y otros habilitados exprofeso durante las fiestas, se llenaban de artilugios llenos de colorines que nos encantaban a los chavales: zambombas, trompetas, panderetas de todos los tamaños; todos diseñados para hacer el mayor ruido posible. Yo volvía locos a mis padres para que me comprasen algunos de esos trastos que, generalmente, no duraban enteros más allá de unas pocas horas.

También aparecían otros objetos que solo lo hacían en esas fechas: las figuritas para el Belén. Generalmente de mala calidad, de barro pintado con poco arte que se rompían al menor roce. Yo también pedía que me comprasen alguna, en Navidad se podía pedir de todo. En cualquier caso, el mercadillo más conocido en Madrid para comprar todos estos objetos era el de la Plaza Mayor. Allí, todo era estupendo, bonito y de buena calidad. Sobre todo, las figuritas para el Belén.

Otro cambio que se operaba en el barrio en estas fechas, era en la tienda de muebles de Mariano. Como por magia, los muebles desaparecían de los escaparates y eran substituidos por los más maravillosos juguetes que eran convertidos por los chavales en objetos de deseo con los que llenábamos la carta a los Reyes Magos que, casi siempre, hacían oídos sordos a tales peticiones. Demasiadas cosas para las posibilidades de la gente que malvivía en el barrio.

En mi casa, la cena de la nochebuena era algo diferente a las de otras casas. Mi padre tenía una tienda de ultramarinos que, en esos días, se llenaba de gente comprando de manera compulsiva hasta la última hora. Las botellas de licores y los turrones desaparecían de los estantes que se quedaban desnudos.  Ese ajetreo hacia que mis padres llegasen rendidos a casa y sin muchas ganas de fiesta. Una cena ligerita y a dormir…

Mañana sería otro día, el de Navidad. Esa comida ya era otra cosa...





                            

 

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