¡Ha llegado la Navidad!
Como todos
los años, aunque, no sé porque, siempre nos pilla por sorpresa. Se nos pasa el
año, y la vida, sin darnos cuenta y, de pronto, aquí la tenemos.
Este año,
además, la sorpresa ha sido mayúscula. Estábamos tan confiados, convencidos por
la propaganda oficial, de que, casi todos vacunados, se podría celebrar como
antes…
¿Cómo antes
de qué? De la Pandemia claro, de la aparición del maldito bicho. Ni siquiera
habíamos tenido que oír la famosa frase: ¡Hay
que salvar la Navidad! Este año no había nada que salvar.
En pocos
días, todo se ha ido al traste y, otra vez, ante la aparición de un nuevo
apellido para el bicho, Omicron, el manto del miedo nos ha envuelto y volvemos
a desconfiar de todo lo que nos rodea.
Que
diferencia con las que recuerdo de niño. Entonces solo se hablaba de la
“gripe”. La maldita gripe que, con menos alharacas que la actual Covid, se
llevó a mi padre en febrero del 51; pero antes de eso…
Los niños
éramos felices con la Navidad. En un mundo, mi barrio, en el que todo era
escasez en el día a día, la llegada de la Navidad parecía como llegar al mundo
de Jauja. Gente venida de los pueblos de alrededor de Madrid traía a los
mercadillos improvisados en calles y plazas: pavos, pollos, bollos y otros
tipos de golosinas… Los pavos eran como bichos llegados de otro planeta, con su
rojo moco colgando y sus andares como de señorón…Los pollos eran más plebeyos y
constituían el manjar más apreciado en las casas humildes, en las que solo
aparecían en estas fechas. Los más apreciados eran los llamados “capones”. En realidad, yo no sabía lo que significaba la palabra. Pobres bichos…
Los puestos
de las habituales chucherías, y otros habilitados exprofeso durante las fiestas,
se llenaban de artilugios llenos de colorines que nos encantaban a los
chavales: zambombas, trompetas, panderetas de todos los tamaños; todos
diseñados para hacer el mayor ruido posible. Yo volvía locos a mis padres para
que me comprasen algunos de esos trastos que, generalmente, no duraban enteros
más allá de unas pocas horas.
También
aparecían otros objetos que solo lo hacían en esas fechas: las figuritas para
el Belén. Generalmente de mala calidad, de barro pintado con poco arte que se
rompían al menor roce. Yo también pedía que me comprasen alguna, en Navidad se
podía pedir de todo. En cualquier caso, el mercadillo más conocido en Madrid
para comprar todos estos objetos era el de la Plaza Mayor. Allí, todo era
estupendo, bonito y de buena calidad. Sobre todo, las figuritas para el Belén.
Otro cambio
que se operaba en el barrio en estas fechas, era en la tienda de muebles de
Mariano. Como por magia, los muebles desaparecían de los escaparates y eran
substituidos por los más maravillosos juguetes que eran convertidos por los
chavales en objetos de deseo con los que llenábamos la carta a los Reyes Magos
que, casi siempre, hacían oídos sordos a tales peticiones. Demasiadas cosas para
las posibilidades de la gente que
malvivía en el barrio.
En mi casa, la cena de la nochebuena era algo diferente a las de otras casas. Mi padre tenía una tienda de ultramarinos que, en esos días, se llenaba de gente comprando de manera compulsiva hasta la última hora. Las botellas de licores y los turrones desaparecían de los estantes que se quedaban desnudos. Ese ajetreo hacia que mis padres llegasen rendidos a casa y sin muchas ganas de fiesta. Una cena ligerita y a dormir…
Mañana sería otro día, el de Navidad. Esa comida ya era otra cosa...
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