domingo, 26 de diciembre de 2021

CUBA - LA HABANA VI

 

El siguiente día, además de contratar una excursión al valle de Viñales para el día siguiente, lo dediqué a seguir visitando La Habana, lo que me permitió constatar como en los que había visto el día anterior cerca del Capitolio el lamentable estado de algunos edificios que, en su tiempo, habrían sido emblemáticos por una u otra razón. Por ejemplo, el edificio en el que se fabricó el ron Bacardi, que me pareció estar en estado de ruina dado el gran número de grietas en sus fachadas y las dimensiones de las mismas. Desgraciadamente, no era el único; en algunos barrios, encontré casas de vecinos que estaban totalmente derruidas y con sus escombros ocupando el lugar que antes ocupaba la casa o, incluso, en parte de la calle.

Siguiendo el consejo de Ernest Hemingway decidí ir tomarme un daiquirí en Floridita y un mojito de la Bodeguita de en medio y empecé yendo al Floridita.

Cuando entré, tuve la misma sensación que recibí a mi llegada al Hotel Nacional. Se notaba una ambientación vetusta; tanto la decoración, como la vestimenta de los dos camareros tras la barra, estaban como fuera de tiempo. Como si éste se hubiese detenido al final de los años 50. Pensé que aquellos uniformes, entallados, rojos anaranjados, de chaquetilla corta y un tanto ajados, no se debían de haber renovado desde entonces. La imagen me pareció como de una amarillenta fotografía antigua.

No estuve mucho tiempo, lo justo para tomarme el daiquirí que, como era la primera vez que lo hacía, tampoco podía establecer ninguna comparación con otros y corroborar, o no, la opinión de Hemingway sobre la bondad o la calidad del mismo, además,  tenía la impresión de que los camareros me miraban con la misma extrañeza que yo a ellos y como no había ningún ambiente, la hora no era la más adecuada, y me había quedado yo solo en el local, pagué y me marché para seguir mi camino en busca de la Bodeguita.

En el trayecto tuve un encuentro curioso. En esta ocasión, el joven que me abordó, ofreciéndose a acompañarme, no tenía que ver con el aspecto de cualquiera de los anteriores. Era un chico como de dieciséis o dieciocho años, muy pulcro, vestido con un polo blanco, pantalón vaquero y gafas de sol, ambos de marca, que hablaba de forma educada y que, como dije, se salía de los estándares que había conocido hasta ese momento.

Cuando llegamos a la Bodeguita de en medio, me reconcilié con Hemingway; el local, era un “cuchitril “ rebosante de vida. Estaba lleno de gente, algo no muy difícil dadas las dimensiones del local, pero, en sus paredes estaba mucha de la historia de La Habana: fotografías de las personas que habían pasado por allí en el transcurrir del tiempo, dibujos realizados por algunos de ellos, frases pintadas sobre las paredes que, como todo el local, eran de un azul un tanto desvaído, pero agradable… Allí estaba la vida y el sabor de La Habana que no había encontrado en el Floridita. Pedí el mojito que iba buscando e invité a mi acompañante a otro, que lo aceptó sin poner mucho entusiasmo en ello.

Lo tomamos mientras disfrutaba de aquel ambiente popular y auténtico e intercambiaba con mi acompañante unas pocas palabras. Reconozco que el mojito de la Bodeguita me pareció realmente bueno y, después de un tiempo allí, salimos para continuar mi camino.

A partir de ese momento pareció que a mi acompañante se le soltaba la lengua y empezó a preguntarme  cosas como:

— ¿Has traído cuadernos y lápices? Hay escasez de ellos en las escuelas y son necesarios para que los niños cubanos puedan estudiar

Me quedé sorprendido por la pregunta. En ningún  momento había pensado en tal cosa cuando planeé mi viaje a  Cuba pero, al parecer, era bastante común que la gente que viajaba desde España llevase este tipo de regalos que, en todo caso, no sé dónde los dejarían para que fuesen distribuidos en los colegios. Asimismo, me enteré posteriormente, de que también se llevaban otros artículos, como jabones de tocador, medias y otras cosas similares, que para allí eran un lujo y de las que las chicas cubanas no podían disfrutar. Pero esas, supongo que no necesitaban ningún  intermediario para que llegasen a su destino.

Un poco cortado y con un cierto sentimiento de culpabilidad, le dije que no, que no había llevado ningún regalo. Me miró como reprochándomelo.

Otro detalle que percibí en nuestro paseo, era que éste chico no se escondía de los uniformes de los policías ¡Es más, me pareció que los policías hacían como un intento de reverencia a nuestro paso!  ¿Quién coño sería este chico?

Como decía, desde la salida de la Bodeguita se le había desatado la lengua y, poco a poco, se fue confiando hasta decirme que su madre era bailarina en el Ballet Nacional de Alicia Alonso y que estaba viajando continuamente. Lo digo así, aunque mi memoria me dice que lo que me dijo era que su madre era la misma Alicia Alonso, lo que me hizo pensar que el chico era más falso que una peseta de madera aunque, lo que era incuestionable era que disfrutaba de ciertos privilegios de los que no podían disfrutar la generalidad de los cubanos. Algo debía haber de verdad.

En un momento del paseo, en el que me seguía fielmente, encontré una iglesia y entramos en ella. Estaba absolutamente vacía, salvo la presencia de un hombre, mulato, que parecía estar haciendo labores de cuidado del templo; me acerque a él, a preguntarle no recuerdo qué, dándole el tratamiento de “padre”, lo que pareció como asustarlo, y me aclaró que no era “padre” sino “hermano”. Respondió a mi pregunta y fui a sentarme en un banco junto a mi acompañante a rezar una oración. Dada mi historia, en cada lugar que visito, cuando entro en una iglesia, doy Gracias a Dios que me ha permitido llegar allí, cosa que en otros momentos de mi vida, hubiera sido imposible pensar.

En ese momento, mi acompañante decidió que ya estaba bien de perder el tiempo y de aburrirse conmigo y, directamente, me pidió ¡40 dólares! Evidentemente se cotizaba caro.

Le miré, y le pregunté si me veía cara de tonto. Le di 5 dólares y se fue sin  más. Me quedé con las ganas de saber quién era este muchacho que, evidentemente, era un  verso suelto dentro del ambiente que se respiraba en la isla.

Cuando salí de la iglesia, estaba tan cansado de andar durante todo el día, que tomé un taxi para volver al hotel. Algo que me había sorprendido al respecto de los taxis, era que, salvo esos viejos coches americanos de los años 50 que había visto aparcados cerca del Capitolio, y que eran como un reclamo turístico en La Habana, el resto de la flota estaba compuesta por coches Hyundai, todos del mismo modelo que, como utilitarios, habían aparecido en España hacía algunos años. El taxista me aclaró que esos coches eran propiedad del gobierno y que ellos, los taxistas, trabajaban a sueldo, bajo, por supuesto. Ya me habían hablado de que el sueldo de un médico, era de unos 20 dólares al mes.

De esta forma, acabó mi segundo día de estancia en La Habana.





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