El siguiente
día, además de contratar una excursión al valle de Viñales para el día
siguiente, lo dediqué a seguir visitando La Habana, lo que me permitió constatar
— como en los que había visto el día anterior cerca del
Capitolio — el lamentable estado de algunos edificios que, en su tiempo,
habrían sido emblemáticos por una u otra razón. Por ejemplo, el edificio en el
que se fabricó el ron Bacardi, que me pareció estar en estado de ruina dado el
gran número de grietas en sus fachadas y las dimensiones de las mismas.
Desgraciadamente, no era el único; en algunos barrios, encontré casas de
vecinos que estaban totalmente derruidas y con sus escombros ocupando el lugar
que antes ocupaba la casa o, incluso, en parte de la calle.
Siguiendo el
consejo de Ernest Hemingway decidí ir tomarme un daiquirí en Floridita y un
mojito de la Bodeguita de en medio y empecé yendo al Floridita.
Cuando
entré, tuve la misma sensación que recibí a mi llegada al Hotel Nacional. Se
notaba una ambientación vetusta; tanto la decoración, como la vestimenta de los
dos camareros tras la barra, estaban como fuera de tiempo. Como si éste se
hubiese detenido al final de los años 50. Pensé que aquellos uniformes,
entallados, rojos anaranjados, de chaquetilla corta y un tanto ajados, no se debían
de haber renovado desde entonces. La imagen me pareció como de una amarillenta fotografía
antigua.
No estuve
mucho tiempo, lo justo para tomarme el daiquirí que, como era la primera vez
que lo hacía, tampoco podía establecer ninguna comparación con otros y
corroborar, o no, la opinión de Hemingway sobre la bondad o la calidad del
mismo, además, tenía la impresión de que
los camareros me miraban con la misma extrañeza que yo a ellos y como no había
ningún ambiente, la hora no era la más adecuada, y me había quedado yo solo en
el local, pagué y me marché para seguir mi camino en busca de la Bodeguita.
En el trayecto
tuve un encuentro curioso. En esta ocasión, el joven que me abordó,
ofreciéndose a acompañarme, no tenía que ver con el aspecto de cualquiera de
los anteriores. Era un chico como de dieciséis o dieciocho años, muy pulcro,
vestido con un polo blanco, pantalón vaquero y gafas de sol, ambos de marca,
que hablaba de forma educada y que, como dije, se salía de los estándares que había
conocido hasta ese momento.
Cuando
llegamos a la Bodeguita de en medio, me reconcilié con Hemingway; el local, era
un “cuchitril “ rebosante de vida. Estaba lleno de gente, algo no muy difícil dadas
las dimensiones del local, pero, en sus paredes estaba mucha de la historia de
La Habana: fotografías de las personas que habían pasado por allí en el
transcurrir del tiempo, dibujos realizados por algunos de ellos, frases
pintadas sobre las paredes que, como todo el local, eran de un azul un tanto
desvaído, pero agradable… Allí estaba la vida y el sabor de La Habana que no
había encontrado en el Floridita. Pedí el mojito
Lo tomamos
mientras disfrutaba de aquel ambiente popular y auténtico e intercambiaba con
mi acompañante unas pocas palabras. Reconozco que el mojito de la Bodeguita me
pareció realmente bueno y, después de un tiempo allí, salimos para continuar mi
camino.
A partir de ese
momento pareció que a mi acompañante se le soltaba la lengua y empezó a
preguntarme cosas como:
— ¿Has traído cuadernos y lápices? Hay escasez de
ellos en las escuelas y son necesarios para que los niños cubanos puedan
estudiar—
Me quedé
sorprendido por la pregunta. En ningún
momento había pensado en tal cosa cuando planeé mi viaje a Cuba pero, al parecer, era bastante común
que la gente que viajaba desde España llevase este tipo de regalos que, en todo
caso, no sé dónde los dejarían para que fuesen distribuidos en los colegios. Asimismo,
me enteré posteriormente, de que también se llevaban otros artículos, como
jabones de tocador, medias y otras cosas similares, que para allí eran un lujo
y de las que las chicas cubanas no podían disfrutar. Pero esas, supongo que no
necesitaban ningún intermediario para
que llegasen a su destino.
Un poco
cortado y con un cierto sentimiento de culpabilidad, le dije que no, que no
había llevado ningún regalo. Me miró como reprochándomelo.
Otro detalle
que percibí en nuestro paseo, era que éste chico no se escondía de los
uniformes de los policías ¡Es más, me pareció que los policías hacían como un
intento de reverencia a nuestro paso!
¿Quién coño sería este chico?
Como decía,
desde la salida de la Bodeguita se le había desatado la lengua y, poco a poco,
se fue confiando hasta decirme que su madre era bailarina en el Ballet Nacional
de Alicia Alonso y que estaba viajando continuamente. Lo digo así, aunque mi
memoria me dice que lo que me dijo era que su madre era la misma Alicia Alonso,
lo que me hizo pensar que el chico era más falso que una peseta de madera
aunque, lo que era incuestionable era que disfrutaba de ciertos privilegios de
los que no podían disfrutar la generalidad de los cubanos. Algo debía haber de verdad.
En un
momento del paseo, en el que me seguía fielmente, encontré una iglesia y
entramos en ella. Estaba absolutamente vacía, salvo la presencia de un hombre,
mulato, que parecía estar haciendo labores de cuidado del templo; me acerque a
él, a preguntarle no recuerdo qué, dándole el tratamiento de “padre”, lo que
pareció como asustarlo, y me aclaró que no era “padre” sino “hermano”. Respondió
a mi pregunta y fui a sentarme en un banco junto a mi acompañante a rezar una
oración. Dada mi historia, en cada lugar que visito, cuando entro en una iglesia,
doy Gracias a Dios que me ha permitido llegar allí, cosa que en otros momentos
de mi vida, hubiera sido imposible pensar.
En ese
momento, mi acompañante decidió que ya estaba bien de perder el tiempo y de
aburrirse conmigo y, directamente, me pidió ¡40 dólares! Evidentemente se cotizaba caro.
Le miré, y
le pregunté si me veía cara de tonto. Le di 5 dólares y se fue sin más. Me quedé con las ganas de saber quién
era este muchacho que, evidentemente, era un
verso suelto dentro del ambiente que se respiraba en la isla.
Cuando salí
de la iglesia, estaba tan cansado de andar durante todo el día, que tomé un
taxi para volver al hotel. Algo que me había sorprendido al respecto de los
taxis, era que, salvo esos viejos coches americanos de los años 50 que había
visto aparcados cerca del Capitolio, y que eran como un reclamo turístico en La
Habana, el resto de la flota estaba compuesta por coches Hyundai, todos del
mismo modelo que, como utilitarios, habían aparecido en España hacía algunos
años. El taxista me aclaró que esos coches eran propiedad del gobierno y que
ellos, los taxistas, trabajaban a sueldo, bajo, por supuesto. Ya me habían
hablado de que el sueldo de un médico, era de unos 20 dólares al mes.
De esta forma, acabó mi segundo día de estancia en La Habana.
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