A la mañana siguiente, al levantarme pude disfrutar de la espléndida vista que me ofrecía la salida al balcón de mi habitación. Un precioso jardín y, al fondo, el mar Caribe. Me vestí, y rápidamente bajé a tomar mi desayuno, ya que tenía que recibir la visita de un enviado de la agencia de viajes que debería darme algunas instrucciones y no sé si alguna documentación. Una vez tomado el desayuno y mientras llegaba el agente, me dedique a recorrer las dependencias de la planta baja del hotel donde había multitud de fotografías que podría catalogar de históricas.
El Hotel Nacional era, y había sido, un lugar emblemático de la historia de Cuba. En los años previos a la Revolución, Cuba había sido un emporio de las inversiones de los EE.UU. que, entre otras cosas, habían llevado allí la TV muy pronto, por lo que sus habitantes habían disfrutado de este medio, antes que los de la mayoría de otros países. Las diferentes “familias mafiosas” americanas convirtieron a La Habana en una especie de Las Vegas con hoteles, salas de fiesta, casinos, etc., donde actuaban las grandes figuras americanas del cine y de la canción. Las fotografías de todos ellos adornaban las paredes del hotel junto con las de los dirigentes de la Revolución Castrista: Fidel, el “Che Guevara”, Raúl. En el mismo hotel se firmaron documentos relativos al triunfo de la Revolución Castrista que, finalmente, se convertiría en comunista iniciando, con ello, el declive económico de la isla y propiciando que algunos de los colaboradores con la revolución, como Cienfuegos, Almeida y Gutiérrez Menoyo abandonaran a los hermanos Castro y se convirtieran en opositores al régimen…
La llegada
del enviado de la agencia me sacó de estas reflexiones; era un hombre joven,
amable y, me dio la impresión, inteligente. Tras los saludos de rigor, me
informó de todo aquello que consideró necesario para mi desenvolvimiento en la
isla y, como supongo era inevitable, la conversación derivó hacia la peculiar
situación política de Cuba. Recuerdo que le hice algún comentario sobre la
dificultad de salir de un régimen totalitario hacia una democracia y las
experiencias de violencia que habían tenido otros países en ese proceso. Era un
hombre optimista y me respondió que a ellos no les pasaría eso, que eran muy
listos y que evitarían esa posibilidad. Con esto, nos despedimos y yo me
preparé para iniciar mi primer paseo por La Habana que debería llevarme hasta
el Capitolio, en el centro de la ciudad.
Quizás no
debería haberme sorprendido, pero lo hizo. No había dado cinco pasos fuera del
hotel cuando me abordó un “zángano”, tendría unos dieciocho años, pretendiendo, supongo, acompañarme en mi paseo en busca de una
propina.
—Hola chico ¿de dónde eres? — me espetó.
— De España, de Madrid — le dije. Inmediatamente, empezó a
soltarme uno de los discursos que tendría preparados en función de la respuesta
del turista de turno.
— De Madrid, la buena gente: Miguel Induráin, Butragueño… —
No me había caído bien desde que se me
acercó, y como no quería cargarme con una “mochila” así desde el principio del
día, lo despedí.
— Mira, tengo la intención de pasear solo por la ciudad, de
modo que te sugiero que te busques otro cliente —, le dije.
— Está bien chico, si te sientes “agobiao”, te dejo —
Le agradecí
que no insistiera y continué mi camino hacia el Capitolio, por la acera de la avenida que me separaba del
mar, lugar conocido como “El Malecón”.
Al poco
rato, se me acercó un chavalito, no tendría más allá de nueve o diez años,
morenito, vestido solo con un pantalón que, sonriente, me dijo:
— Hola chico ¿me das twenty centavos?
La verdad es
que este, al contrario que el anterior, me hizo gracia y le dije:
— ¿Y para qué quieres tu twenty centavos?—. La respuesta me dejó fuera de juego
— Para ir a la piscina, que es allí
donde están las chicas guapas —, me dijo
Cada momento que pasaba me iba
haciendo más gracia el chico y cuando le pregunté si hacía muchas veces este
“trabajo”, me respondió:
— Un montón —, ¡era más listo que el
hambre!
— ¿A dónde vas?—, me preguntó.
Cuando le dije que al Capitolio,
rápidamente se apuntó.
— Yo te acompaño—, me dijo.
Estaba claro
que había hecho de mí su objetivo, no estaba dispuesto a perder su posibilidad
de ir a la piscina y no se separaba de mí, lo que, por otra parte, no me
molestaba.
A lo largo
del camino hacia el Capitolio me
demostró su experiencia en esa actividad que, evidentemente, practicaba con
frecuencia, y en cuanto veía en el horizonte algo parecido a un uniforme,
desaparecía, no volvía conmigo hasta pasado el obstáculo.
Así varias
veces hasta que llegamos a lo que él consideró la frontera que no podía
sobrepasar, ya cerca del Capitolio, y me dijo:
— Yo ya no puedo pasar de aquí, la policía no me dejaría.
Lo entendí y
me despedía de él, pero, para entonces, la tarifa ya había subido y me dijo:
— ¿Me das one dólar?
Me eché a
reír, le di el dólar y se fue feliz. Ya había cubierto el día. Hasta un niño
como él, era consciente de que en un país como Cuba, que consideraba a los
EE.UU. como su enemigo, el poder y la posibilidad de conseguir cosas estaba en
la moneda americana....
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