Ya había
cruzado el Atlántico en varias ocasiones. Mis cinco años de trabajo en la
compañía americana, más el tiempo que trabajé como free lance me habían
proporcionado la oportunidad de “saltar el charco” en una docena de ocasiones y
ya sabía que, como había hecho en esas anteriores ocasiones, tenía que
“acorcharme” en el avión para no ser consciente de lo lento que pasa el tiempo
en esa situación. En todo caso, para esos vuelos largos siempre tengo la
precaución de pedir asiento de pasillo para poder levantarme y pasear sin tener
que molestar a nadie, situación que aún me pondría más nervioso por el hecho de
no poder moverme; una de las distracciones que ocupan mi tiempo en los paseos
por los pasillos, es la de mirar la pantalla para seguir la trayectoria y
posición del avión entre el punto de salida y el de destino.
En esos
paseos me percaté de que solo la mitad de la cabina estaba ocupada por
pasajeros, la mitad delantera; una cortina permanente cerrada separaba las dos
mitades de la cabina y mi curiosidad se fue acrecentando según pasaba el tiempo.
En un alarde de osadía, me atreví a
levantar esa cortina y vi un habitáculo con butacas vacías sumergido en una
profunda obscuridad. Ni una sola de las ventanillas estaba levantada ¿Cuál
sería la razón de esa extraña situación?
La
tranquilidad que proporcionaba la obscuridad de aquella parte de la cabina me
atrajo. Me molestaba el exceso de luz de la parte “habitada” y decidí
refugiarme en el “lado oscuro”. Quizás hasta podría dar una cabezadita.
Inútil
pretensión, no había iniciado mi intento de “cabezadita” cuando la cortina se
levantó y un miembro de la tripulación irrumpió en mi tranquilo refugio y, con
cajas destempladas, me levantó del sillón que ocupaba y me conminó a que
volviese a mi asiento. Me dijo algo como que en la bodega iba una gran cantidad
de carga y que estaba distribuida de tal modo que un movimiento no controlado
podría desestabilizar el avión. Todo ello con un tono despótico y chulesco que
me molestó. Por supuesto, obedecí, aunque no sin pensar eso de que “cuando a un
tonto le dan una gorra de plato, se cree que es almirante”.
No se me
ocurrió volver a traspasar la cortina
que nos separaba del “lado oscuro” en el resto del viaje, pero seguí pensando
en la fragilidad del equilibrio del avión, si el movimiento de un solo pasajero
podría romper ese equilibrio y me conformé con ver en la pantalla como, muy
lentamente, la trayectoria del avión nos acercaba a nuestro destino.
Cuando
desembarcamos en el aeropuerto José Martí, después de unas diez horas de vuelo,
la primera sensación que recibí, junto con la de la extrema humedad del
ambiente, fue de suciedad y de pobreza de las instalaciones; por supuesto, muy
diferentes de las que conocía de los aeropuertos europeos y estadounidenses,
también de las que había visto en mis viajes a Sudamérica y México, aunque no
tanto respecto de estas últimas.
En el
traslado desde el aeropuerto al hotel, ya entre dos luces, desde el coche pude
observar una población abigarrada, haciendo grandes colas en las paradas,
esperando “autobuses”, a los que, más adelante me enteré, denominaban
“camellos”.
Efectivamente,
eran unos vehículos extraños compuestos por una cabeza tractora, que arrastraba
un enorme habitáculo en el que, en la parte central de su techo, había un
rebaje que, a ambos lados, dejaba el resto a un nivel superior, de ahí supongo
el apelativo que los habaneros daban al vehículo que, por otra parte, era
estéticamente horrible por su forma, su tamaño y el color de su pintura de un
tono marrón rojizo y mate que lo hacía muy poco atractivo a la vista.
Por otra
parte, no debía de ser mucha su frecuencia de llegada por las colas tan enormes
que hacían los ciudadanos esperándolos. Cuando llegaban, parecían de goma. Todo
el mundo entraba, hubiese la cantidad de gente que hubiese esperando. En mi
primera impresión pensé que todo el mundo de la Habana estaba en sus calles; finalmente, llegamos al
Hotel Nacional. Cansado por el largo viaje, no tuve otra idea que irme a mi
habitación a descansar.
La entrada
en la habitación me defraudó. Una habitación amplia con un gran balcón al
exterior orientada hacia el jardín y el mar, pero con un olor rancio, que
atribuí a la vetustez del mobiliario, los cortinajes, la moqueta — odio las moquetas en los hoteles —, y las muchas manos de pintura que cubrían las puertas y las contraventanas
del gran balcón. Todo ello muestras de un lujoso pasado, desaparecido a partir
del triunfo de la revolución. Obvié todos esos detalles y me acosté para estar
preparado para comenzar mis visitas a la ciudad a la mañana siguiente. No iba a
tener mucho tiempo para desaprovechar.
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