jueves, 1 de mayo de 2014

El chico de la hamaca (XXXXI)

Radio España también tenía algunos programas a seguir. Después de comer, había un programa deportivo que hacían Pedro Escartín y Rafael Barbosa y lo seguía a diario. Pedro Escartín sólo hablaba de fútbol, pero Barbosa tocaba otros deportes, en especial, le gustaba mucho el boxeo. La figura de la emisora era Ángel Soler que hacía de todo: Presentaba concursos y, además, era actor, que lo mismo interpretaba a Sandokán, “El tigre de la Malasia” que a un bandolero andaluz, “El zamarrilla”. Incluso, la tarde de reyes, cada año,  hacía una obra infantil en el Teatro Calderón, “La Tomasica y el Mago” Él hacía de mago, claro. Antes de estar malo iba a verla con mis primas; nos invitaba la tía Pepa.

Por oír, oía hasta los mensajes que Franco daba cada fin  de año. Me tragaba los metros cúbicos de hormigón consumidos en la construcción de embalses para regadíos y presas hidroeléctricas, los Kilómetros de carreteras nuevas y el resto de datos; todos, a la mayor gloria del Régimen.

Parecía haber una permanente conspiración judeo-masónica contra nuestro país que, según nuestro invicto caudillo, compendiaba todas las virtudes en un sistema que lo convertía en la Reserva Espiritual de Occidente y en baluarte contra las filosofías marxista-leninista y liberal-capitalista: lo cual, observado desde un punto de vista actual, no debía dejar un marco de actuación económica y/o política muy amplio. Entonces mis conocimientos no me permitían entender aquello, pero me surgía la pregunta de que, como siendo el nuestro un sistema tan bueno, tenía tantos enemigos y tan pocos seguidores en el mundo. Por otra parte, las opiniones que escuchaba a las gentes de mi entorno tampoco coincidían demasiado con la versión oficial. En realidad, en este aspecto las cosas no han cambiado demasiado. ¿Por qué las versiones oficiales coinciden tan poco con la opinión de la gente de la calle?

Ya avanzado el curso, mi madre ha ido a hablar con don Jenario, mi antiguo maestro, y le ha pedido que me ponga alguna tarea, para que no pierda tanto el ritmo de mi educación. Le llevaba mis cuadernos y él los llenaba de ejercicios de análisis gramaticales, cuentas y problemas de todo tipo para que yo los resolviese. Los cuadernos, una vez acabados los ejercicios, eran llevados al colegio donde él los corregía. Alguna vez me los devolvía con notas como ¡NO TE FIJAS NADA!, cuando me había equivocado en las respuestas y siempre, con nuevos ejercicios. Todo este juego, aislado en casa y sin contacto con mis compañeros de colegio, no me interesaba mucho, prefería la lectura desordenada de cualquier novela, cuento o similar que caía en mis manos. Hasta llegué a leer parte de la obra política de José Antonio Primo de Rivera.

Las mayores suministradoras de libros eran mis tías Pepa y Quiteria, solteras, que tenían una papelería-librería junto a la tienda del tío Eugenio, de quien era el local, y que tenía una pequeña vivienda en la trastienda. Unos años antes, lo había habilitado para proporcionar un medio de vida a mis tías, sus cuñadas. El día de la inauguración fue una fiesta estupenda; mi padre todavía estaba allí y, mis primas y yo disfrutamos entre papeles, cuentos y libros. Desde entonces, ir allí fue uno de mis mayores placeres.


Mis tías me proveían de libros de aventuras juveniles, de los que vendían. Los encuadernaban con mucho cuidado para que no se estropeasen durante la lectura, y yo los trataba con mimo. Apenas los abría, había que venderlos luego. Toda la familia, sabedores de mi afición a la lectura, me proporcionaba grandes cantidades de tebeos: “Roberto Alcázar y Pedrín”, TBO, Pulgarcito, Yumbo, etc., eran engullidos en pocos minutos. “El guerrero del antifaz” era mi favorito.

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