Durante los días
siguientes prosiguieron las operaciones militares, y las víctimas, siguieron
aumentando. Los centros asistenciales que visité, estaban saturados por los
heridos recibidos desde que comenzó el estallido de violencia; los heridos,
estaban siendo atendidos con dificultad por equipos médicos que no estaban
preparados para recibir tal avalancha de cuerpos con destrozos más o menos
graves. Médicos y enfermeras se multiplicaban para hacer primeras curas,
cirugías, traslados de los heridos de mayor gravedad… Llevaban días sin apenas
descanso, en guardias interminables, al borde del agotamiento. Nunca se está
preparado para una explosión de violencia como la que se había producido.
En las morgues
también se estaban recibiendo muchos cadáveres, pero me fue imposible conocer
un número aproximado del número de víctimas. Bien fuesen de heridos o de
muertos, el gobierno no daba cifras, además, seguían quedando cuerpos sin
recoger en las calles y se rumoreaba que se habían abierto fosas comunes para
enterrar víctimas de los enfrentamientos entre soldados y civiles.
Mientras la operación
militar proseguía en los cerros, que continuaban siendo batidos, el centro de la
ciudad no era capaz de recobrar su aspecto habitual. Las consecuencias
producidas por el vandalismo y los saqueos seguían siendo patentes: persianas y
cristales, rotos; tiendas y supermercados, vacíos; restos de alimentos y de
aparatos electrodomésticos tirados en la calle…; a nadie parecía importarle, ni
se preocupaba de restablecer la normalidad. Era mayor el miedo de los
propietarios de los comercios a las detenciones, que el deseo de recuperar los
bienes perdidos. Pensé que, tanto las heridas producidas por el vandalismo,
como las producidas por la violencia del ejército, iban a ser muy difíciles de
curar.
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