En
medio del desastre vi a una mujer joven, de rasgos indios, bellísima, que salía
corriendo, atemorizada, de uno de los ranchitos. Dos niños la seguían llorando
y unos hombres, sin uniforme del ejército, la rodeaban. Por su aspecto parecían
pertenecer a las fuerzas
especiales.
—
¿Dónde está su esposo? ¿Dónde está el
pendejo de Juan de la Cruz? Estamos seguros de que él es un cabecilla de toda
esta revuelta y le vamos a encontrar.
Los
hombres de Zubiaurre zarandeaban a la mujer que, a pesar de la angustia que
expresaban sus ojos, no abría la boca para responder a sus preguntas, lo que
exasperaba más y más a sus captores que aumentaban los maltratos y vejaciones
hacia ella.
En
medio del desbarajuste general, aquel hecho pasaba casi desapercibido. Al fin,
la mujer se atrevió a responder:
— Yo no sé dónde está
Juan de la Cruz. Salió hace dos días, en la mañana, y no ha vuelto a casa. Le
he esperado dos noches y todo el día de hoy. No sé dónde se encuentra, ni si
está vivo o muerto. No les puedo decir otra cosa ¡Por Dios, encuentrenlo!
— Te vas a venir con
nosotros, india — dijo el hombre que mandaba el destacamento.
Los hombres de
Zubiaurre la esposaron y la subieron con ellos a un todo terreno aparcado en
las inmediaciones, que arrancó inmediatamente.
Los dos niños
quedaron solos en medio de aquel gran desorden. Nadie, aparte de mí, pareció
reparar en ellos. Testigos mudos de la barbarie que se había desatado en los
cerros, se miraron, y cogidos de la mano, entraron en su ranchito con el miedo
y la incomprensión reflejados en su rostro.
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