—
Zecoto, compadre — dijo Orive —, la situación parece controlada y los hombres
del grupo empiezan a dispersarse. Es
hora de que dejemos este desastre y volvamos a casa. Ésta no es una protesta
como la vivida otras veces, es un gran acto de vandalismo del que no va a salir
nada bueno. Hay que desaparecer de aquí.
—Juan
de la Cruz — dijo Zecoto —, ya no hay tiempo. Mira a todas partes; los soldados
están rodeando la zona; están saliendo de cada esquina ¡Corre por lo que más
quieras! ¡Tratemos de escapar!
Mientras
corríamos empezaron los disparos. Los hombres caían a nuestro alrededor. Al
doblar una esquina, un grupo de soldados nos dieron el alto; levantamos los
brazos y caímos de rodillas. Tuvimos suerte, no nos dispararon y, junto con
otros hombres, fuimos montados en un camión del ejército. Cuando terminó la
operación en la zona, el camión, repleto a rebosar de detenidos, partió hacia
nuestro ignorado destino, mientras los soldados nos hacían objeto de su
desprecio.
—
¿Qué pensabais que ibais a hacer, pendejos? ¿Trasladar a vuestros miserables
ranchitos el botín de los saqueos? Vosotros ya no vais a poder hacerlo y
vuestros ranchitos van a desaparecer enteros, y con vuestras familias dentro.
Vais a pagar por los compañeros muertos en las revueltas.
Los
soldados nos humillaron, nos golpearon, se burlaron de nosotros todo lo que
duró el trayecto hasta el recinto militar donde quedamos encerrados en salas no
acondicionadas para contener el número de personas que llegaban sin cesar en
condiciones parecidas a las nuestras
¿Qué
pensarán hacer con nosotros? —reflexionó Oribe —. Los soldados ya nos han dado
alguna pista en el camión. Ahora, lejos de la tensión que vivía en la calle
pienso en Tibisay, en mis hijos. Ahora entiendo en la locura en la que me he
metido ¿Qué podía arreglar yo? ¿Qué pasará en mi ranchito? Tibisay, perdóname,
te he fallado. Nos esperan tiempos duros y no sé si volveré a verte. Vas a
tener que cuidar tu sola de nuestros hijos ¿Cómo te puedo hacer saber dónde me
encuentro, si yo mismo no lo sé?
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