—Señores
— dijo Zubiaurre a sus hombres —, en la nueva estrategia definida por el
gobierno, tenemos una importante misión que cumplir como fuerzas especiales de
seguridad: actuar como complemento de las operaciones del ejército, limpiando
las zonas que no alcancen ellos y deteniendo a todos los revoltosos que puedan
haber escapado. Si no los pueden detener, disparen. Actúen como francotiradores
cuando sea necesario; no ha de quedar ni uno solo de los implicados en la
revuelta en libertad. Tenemos registros de muchos de ellos. ¡Deténganlos!
Revisen las áreas saqueadas, suban a los cerros cuando los soldados hayan
acabado su labor, registren en busca de artículos robados y detengan a sus
poseedores ¡Salgan ya!
***
En
el hotel me debato entre tomar la decisión de salir para ver lo que está
sucediendo, a pesar del toque de queda que se ha iniciado a las seis de la
tarde, o quedarme y sufrir la incertidumbre de ignorarlo. La furia se ha
desatado sobre la ciudad y soldados y Guardia Nacional se sienten fuertes bajo
las nuevas órdenes. Sus oficiales tienen la misión de acabar con la revuelta a
lo que cueste. Además, tienen la oportunidad de vengarse de las bajas que han
tenido durante los dos últimos días, y que son consideradas una humillación en
los medios militares.
Decidí
asumir el riesgo y salir. Aunque la situación era demasiado explosiva y parecía
fuera de control, mi condición de extranjero debería protegerme en caso de
necesidad. Correría el albur de que una bala perdida, disparada por cualquier
soldado inexperto, me alcanzase. … Las órdenes que parecen tener los soldados,
son disparar, disparar…
Volví
a los lugares en los que se habían producido los saqueos la noche anterior.
Sobre el asfalto, aquí y allá, podían verse cuerpos que aún no habían sido
retirados. No me atreví a parar para ver si había algún herido o todos estaban
muertos; los destrozos en los comercios no habían sido reparados y los restos
del desastre seguían esparcidos por el suelo.
La
situación se tornaba peor según me
acercaba a los barrios de los cerros. El ejército estaba invadiendo los barrios
más pobres y se podían ver cuerpos de
víctimas transportados en sábanas o cogidos de piernas y manos por vecinos y
familiares que increpan a los soldados, que no permitían llegar a las
asistencias para atender a los heridos.
Los militares, a su vez, acosados por algunos francotiradores emboscados
en los cerros, entre los ranchitos, respondían con ráfagas disparadas con armas
de grueso calibre. Las gentes corrían, y los soldados, a la menor sospecha de resistencia,
disparaban a los que se atrevían a enfrentarse a ellos.
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