domingo, 14 de febrero de 2016

El golpista - El caracazo XII

—Señores — dijo Zubiaurre a sus hombres —, en la nueva estrategia definida por el gobierno, tenemos una importante misión que cumplir como fuerzas especiales de seguridad: actuar como complemento de las operaciones del ejército, limpiando las zonas que no alcancen ellos y deteniendo a todos los revoltosos que puedan haber escapado. Si no los pueden detener, disparen. Actúen como francotiradores cuando sea necesario; no ha de quedar ni uno solo de los implicados en la revuelta en libertad. Tenemos registros de muchos de ellos. ¡Deténganlos! Revisen las áreas saqueadas, suban a los cerros cuando los soldados hayan acabado su labor, registren en busca de artículos robados y detengan a sus poseedores ¡Salgan ya!
***
En el hotel me debato entre tomar la decisión de salir para ver lo que está sucediendo, a pesar del toque de queda que se ha iniciado a las seis de la tarde, o quedarme y sufrir la incertidumbre de ignorarlo. La furia se ha desatado sobre la ciudad y soldados y Guardia Nacional se sienten fuertes bajo las nuevas órdenes. Sus oficiales tienen la misión de acabar con la revuelta a lo que cueste. Además, tienen la oportunidad de vengarse de las bajas que han tenido durante los dos últimos días, y que son consideradas una humillación en los medios militares.
Decidí asumir el riesgo y salir. Aunque la situación era demasiado explosiva y parecía fuera de control, mi condición de extranjero debería protegerme en caso de necesidad. Correría el albur de que una bala perdida, disparada por cualquier soldado inexperto, me alcanzase. … Las órdenes que parecen tener los soldados, son disparar, disparar…
Volví a los lugares en los que se habían producido los saqueos la noche anterior. Sobre el asfalto, aquí y allá, podían verse cuerpos que aún no habían sido retirados. No me atreví a parar para ver si había algún herido o todos estaban muertos; los destrozos en los comercios no habían sido reparados y los restos del desastre seguían esparcidos por el suelo.

La situación se tornaba peor según  me acercaba a los barrios de los cerros. El ejército estaba invadiendo los barrios más pobres y se podían  ver cuerpos de víctimas transportados en sábanas o cogidos de piernas y manos por vecinos y familiares que increpan a los soldados, que no permitían llegar a las asistencias para atender a los heridos.  Los militares, a su vez, acosados por algunos francotiradores emboscados en los cerros, entre los ranchitos, respondían con ráfagas disparadas con armas de grueso calibre. Las gentes corrían, y los soldados, a la menor sospecha de resistencia, disparaban a los que se atrevían a enfrentarse a ellos. 

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