domingo, 1 de noviembre de 2015

El golpista - La fuga IV

Agotado por todo un día de carreras, escondiéndose ante la aparición de cualquier cosa que pareciese un uniforme, cubierto de mugre y de sudor, sin  haber podido comer durante su huida, Juan de la Cruz llegó a su ranchito y lo encontró vacío; la noche ya cubría los cerros y tampoco veía a nadie por las casas vecinas, el barrio parecía desierto. Como no quería que nadie supiese que estaba allí decidió no encender la luz. Rendido, se tumbó en su jergón. Llegó a él, pisando, en su torpe caminar, los de sus hijos.

***

Tibisay y el resto de las mujeres volvieron agotadas y con la desesperanza en su rostro. Todo el día ante la puerta del retén no había servido para conocer ninguna noticia de los reclusos. Sólo las palabras de los guardianes: « No pasa nada, todo está tranquilo, vuelvan a sus casas…» martilleaban su cabeza  y no podía borrar de la mente su sonrisa cínica que no hacía sino confirmar el sentimiento de que allí dentro estaba pasando algo terrible. Cuando entró a su ranchito encontró a Juan de la cruz, durmiendo, boca abajo en el jergón.

— Juan —dijo, ahogando un grito —.

Pasado el primer momento de sorpresa y temor se lanzó sobre él.

— Mi amor ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo estás aquí? Cuéntame…Sin recibir ninguna respuesta se acostó junto a él, y lo besó, y lo abrazó, y tan rendida como él, se durmió con una sonrisa en sus labios. La que había perdido hacía ya tres largos años.


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