Agotado
por todo un día de carreras, escondiéndose ante la aparición de cualquier cosa
que pareciese un uniforme, cubierto de mugre y de sudor, sin haber podido comer durante su huida, Juan de
la Cruz llegó a su ranchito y lo encontró vacío; la noche ya cubría los cerros
y tampoco veía a nadie por las casas vecinas, el barrio parecía desierto. Como
no quería que nadie supiese que estaba allí decidió no encender la luz.
Rendido, se tumbó en su jergón. Llegó a él, pisando, en su torpe caminar, los
de sus hijos.
***
Tibisay
y el resto de las mujeres volvieron agotadas y con la desesperanza en su
rostro. Todo el día ante la puerta del retén no había servido para conocer ninguna
noticia de los reclusos. Sólo las palabras de los guardianes: « No pasa nada,
todo está tranquilo, vuelvan a sus casas…» martilleaban su cabeza y no podía borrar de la mente su sonrisa
cínica que no hacía sino confirmar el sentimiento de que allí dentro estaba
pasando algo terrible. Cuando entró a su ranchito encontró a Juan de la cruz, durmiendo,
boca abajo en el jergón.
— Juan
—dijo, ahogando un grito —.
Pasado
el primer momento de sorpresa y temor se lanzó sobre él.
— Mi
amor ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo estás aquí? Cuéntame…Sin recibir ninguna
respuesta se acostó junto a él, y lo besó, y lo abrazó, y tan rendida como él,
se durmió con una sonrisa en sus labios. La que había perdido hacía ya tres
largos años.
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