— El pendejo del presidente está
complicando las cosas de día en día. Le elegimos hace dos meses apenas, con la
esperanza de que pudiera mejorar la situación y vamos a peor a toda marcha. La semana pasada en la
televisión ha hablado de cosas que no entiendo: del FMI, de reducir el déficit
fiscal al 4 %, de eliminar aranceles de importación, de unificar la tasa
cambiaria, qué sé yo…, lo único que he entendido es que va a subir el precio de
la gasolina y que va a liberar los precios de todos los productos ¿Qué vaina es esa de “liberar”?
Juan de la Cruz Oribe, mientras decía a
su mujer lo que estaba rumiando hacía días, desesperado, no paraba de dar
vueltas por el “salón” de su ranchito, uno de los miles que atiborraban las laderas que parecen atenazar Caracas. En
realidad, el salón, era el único lugar donde podía hacerlo, y con limitaciones;
su gran estatura llenaba la estancia y en dos de sus zancadas llegaba al otro
extremo de la habitación. Su mujer tenía que apartarse para dejarle paso. Ni la
pequeña cocina, llena con los pocos cachivaches de que disponían, ni el
dormitorio, por el que no se podía dar un paso que no fuese a la “pata coja”,
para no pisar los jergones en los que dormían sus dos hijos, antes de llegar al
que compartía con su mujer, Tibisay, podían permitirle ese mínimo desahogo.
Tibisay le miraba en silencio y con la
preocupación pintada en su rostro. Ella era como la india de la leyenda: «Esbelta
como la flexible caña del maíz, de color trigueño, ojos grandes y melancólicos
y abundoso cabello»; no encajaba en este ambiente tan degradado; por ello, todos
los hombres de los ranchitos del barrio envidiaban a Juan de la Cruz desde su
llegada, con su familia, tras dejar su pequeño pueblo, Acevedo, para construir el
pequeño ranchito que les permitiese estar cerca de la gran capital y aprovechar
las oportunidades que ésta les pudiera ofrecer.
Desde la puerta de su ranchito, Juan de la Cruz contemplaba
su entorno. Parecía un milagro de equilibrio el que mantenían los ranchitos
colgados de la ladera. Construidos sobre la pura tierra, apenas sin cimientos,
las costillas de ladrillo al aire, con enganches ilegales a la red eléctrica y
antenas de TV sobre la mayoría de los tejados, con pilares agarrados, como
garfios, a la inestable tierra… En más de una ocasión, en temporada de lluvias,
algunos de los ranchitos rodaban, ladera abajo, arrastrando con ellos a sus
habitantes. Los corrimientos provocados por las lluvias liberaban a la tierra
de los garfios que la herían, y cuando esto pasaba, a los pocos días, nuevos
ranchitos ocupaban el lugar de los desaparecidos. Los equipos de socorro apenas
habían conseguido llegar a prestar su ayuda en esas circunstancias pero, cuando
había alguna algarada, la policía no encontraba problemas para llegar allí,
registrar ranchitos y detener a los sospechosos.
En los últimos tiempos, el ambiente en el barrio se había
hecho más denso. Encontrar trabajo era
cada día más difícil. Incluso para sus ocupaciones habituales en la economía
sumergida. Los subsidios escaseaban, el precio del transporte y de los
alimentos subía y las declaraciones del presidente no animaban al optimismo.
Juan de la Cruz y sus vecinos rumiaban su infortunio y se planteaban soluciones
en las que el respeto a la legalidad era un detalle superfluo. Algo sobre lo
que pasaban de puntillas.
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