En un viaje por mar,
aunque sea corto, en un velero, el sol pega de lo lindo, y si no te proteges,
puedes terminar como un cangrejo. Recuerdo un viaje a Cancún, en el que
llegué al hotel temprano, y tuve que esperar media mañana a que me diesen la
habitación. Aunque estuve protegido bajo una sombrilla de la piscina, cuando llegué a la habitación, la piel de la cara se me caía a tiras. Tardé días en reparar el
estropicio, a base de embadurnarme con una especie de moco verde. Fue mi primer contacto
con el gel de aloe.
En esta
ocasión, para evitarlo, empecé a darme la crema solar; como iba solo, tenía
dificultad para hacerlo por la espalda; sin problema, una de las argentinas del
grupo se empeñó en hacerlo ella. La verdad es que son gente sociable y, en
general, simpática.
La excursión
consistía en llegar a una isla, comer allí, y disfrutar de la playa y del baño.
Durante el trayecto tuvimos la ocasión de coincidir en la ruta con un catamarán
¡Enorme! Una plataforma en la que habría, según me pareció, no menos de
cincuenta personas. Llevaban puesta la música a “todo trapo” y tenían montada
una gran fiesta. Me dieron una cierta envidia y me dije que, en cuanto tuviera
ocasión, me gustaría montar en un catamarán como aquel.
Cuando
tuvimos la isla a la vista, el patrón de la embarcación me invitó a tomar el
timón para dirigir el barco hasta el pequeño puerto de atraque. Fue una
sensación interesante manejar el timón del barco y notar de qué manera, con
suaves giros del mismo, el barco obedecía. Así fue, hasta que, a unos
quinientos metros de la orilla, el patrón volvió a tomar el timón para hacer
las maniobras de acercamiento y atraque en el pequeño muelle.
La sobremesa
también fue muy amena. Los argentinos son muy buenos conversadores y se alargó
más de lo previsto. Cuando el patrón nos avisó, solo quedó tiempo para tomar un
último baño antes de subir al barco para volver a Varadero; vuelta que hicimos sin ningún contratiempo. Solo quedaba
despedirme de los argentinos, ya que, ellos, se hospedaban en un hotel
diferente al mío.
Después de quitarme el salitre del mar y la arena de la playa con una buena ducha, ya se había hecho hora de tomar la cena, cosa que hice para, después, darme una vuelta por el área de la galería de arte; la primera impresión que había recibido, era de que podía haber cosas interesantes.
En cuanto inicié la exploración, la persona que estaba al cargo de la instalación se me acercó y, después de saludarme, se ofreció a darme la información que necesitase; se lo agradecí e iniciamos un recorrido por las instalaciones.
Aparentaba unos treintaicinco a cuarenta años, más elegante que las cubanas que había tenido ocasión de conocer, pero sin afectación, muy natural, sin ninguna estridencia. Sobre todo, me habló de la obra de un artista cubano del que había muchas muestras en la galería: Manuel Hernández.
Parecía ser un artista multidisciplinar que había explorado en distintas disciplinas: cerámica, escultura y, ahora, la pintura era su actividad principal.
Me sorprendió el nivel de
precio de las obras. Pensaba que, en Cuba, dada la situación económica
de la isla, fuesen bastante más bajos de los que me estaba dando. En pintura,
que era lo que más me interesaba, los precios no bajaban de las 200.000 pts. Como
dije, en los meses inmediatamente anteriores, había comprado algunos cuadros en
galería, en Madrid, de una calidad, más o menos similar, por precios parecidos,
y otros, a precios bastante más bajos, en subastas.
Siguiendo la
conversación, me informó de las condiciones necesarias para sacar las piezas de
la isla, que me parecieron bastante engorrosas y yo me planteé las dificultades
del transporte. Como el tema seguía interesándome y ya era tarde, nos
despedimos, y yo asumí el compromiso de volver por la galería con más tiempo. Tanto
la señora, como el artista y su obra, me habían parecido dos personajes sobre
los que profundizar un poco más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario