Terminada la
mañana, después de comer, me fui al muelle del que debía de salir el barco. En
esta ocasión se trataba de una embarcación a motor. La línea era más moderna
que el del otro día, pero resultó ser más incómodo. Había menos espacio y, si
intentabas bajar las escalerillas para protegerte del sol en el interior del
barco, un olor, más bien desagradable, te invitaba a salir al exterior. Creo
que no se esmeraban mucho en la limpieza interior del barco.
Ya en alta
mar, fuimos a una zona de pequeños islotes que, nos dijeron, eran el lugar de
Cuba más cercano a la Florida y, aunque parecían estar abandonados, mostraban algunas fortificaciones. En muchos de ellos se
veían nidos de ametralladoras. Según nos dijeron, después de la fracasada invasión
de Bahía Cochinos, el gobierno cubano había fortificado estos islotes para
protegerse de otro posible ataque.
Cuando
abandonamos este lugar, nos dirigimos a un espacio absolutamente abierto, con
un fondo de arena blanquísima que se podía percibir claramente gracias a la
transparencia del agua. El patrón del barco nos dijo que en aquel lugar se
podían coger gran cantidad de langostas y que, a los voluntarios que se
prestasen a ello, se les proveería de útiles para poder hacerlo. Rápidamente se
ofrecieron varios voluntarios que se tiraron al agua para conseguir las presas,
provistos de gafas submarinas y ganchos.
En todo
caso, algunos miembros de la tripulación también bajaron, no sé si decir a pescar,
para después, organizar una merienda en el barco con las presas capturadas.
Las
langostas no se veían a simple vista; se encontraban escondidas bajo las
piedras cubiertas con una costra de vida marina, que, de trecho en trecho,
jalonaban aquel fondo arenoso. Los pescadores, con los ganchos de los que iban
provistos, levantaban las piedras y, en muchos de los casos, encontraban el
botín. En no más de una hora, habían cogido más langostas de lo que yo hubiera
podido suponer. Un par de cubos llenos con las langostas recogidas. Todo el
mundo se fotografió con algunas, incluso yo, que no había sido de los
voluntarios que se tiraron al agua, me fotografié con dos. Una en cada mano.
El paso
siguiente fue la subasta. El que quisiera comer langosta, tenía que pagarla. No
soy un entusiasta del marisco, pero no me pude contener y compré una mediana.
El tripulante que oficiaba como cocinero del barco las habría por la mitad de
un hachazo, y las ponía en una plancha. Creo que no quedó nadie sin probar las
langostas.
Como dije,
no soy un entusiasta ni, en consecuencia, un experto en mariscos, mi langosta
me pareció bastante insípida, Creo que, dada la calidad y temperatura del agua,
no podía compararse con las del Cantábrico. En todo caso, la experiencia fue
buena y el ambiente con la gente en el barco, muy agradable. Volvimos a
Varadero con el crepúsculo tiñendo de un color anaranjado el cielo caribeño
que, parecía poner una nota de melancolía en el inmediato fin de las vacaciones
en Cuba que, al día siguiente, terminaban. La tarde había valido la pena.
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