Había tenido
mucha suerte con el tiempo que había podido disfrutar hasta el momento. Todos
los días soleados, ni una sola amenaza de lluvia…Eso era muy raro en el Caribe
en el mes de mayo, cuando ya empieza la temporada de lluvias. La buena racha se
rompió, justo, el último día.
Amaneció
tormentoso, con chaparrones intermitentes que hacían imposible la permanencia
en la playa. Como no había recibido ninguna noticia de la hora en la que
pasarían a recogerme, en cuanto terminé de desayunar dejé el equipaje hecho para estar
preparado para la partida, además tenía que dejar libre la habitación.
Los días de
salida de un hotel se me hacen tremendamente incomodos. Sobre todo, cuando el
medio de transporte no depende de mí y tengo que esperarlo sin poder hacer uso
de las pertenencias ya empaquetadas y almacenadas en una especie de almacén con
otros muchos equipajes; el tiempo se me hace interminable, y más en este caso
que, como ya he dicho, no tenía ninguna referencia de la hora de recogida.
Suponía que sería por la tarde, porque el avión salía del aeropuerto de La
Habana a primera hora de la noche, pero era eso, una suposición.
Traté de
entretenerme con las actividades que los monitores de animación intentaban,
dentro del hotel, claro, la lluvia no permitía otra cosa. Llegó la hora de la
comida y yo seguía sin tener ninguna noticia.
Mi
nerviosismo seguía creciendo, y más, cuando por la tarde empezaron a llegar al
hotel autobuses de diferentes agencias para llevar pasajeros a La Habana. A cada
uno que llegaba le preguntaba si tenía mi nombre. La respuesta era siempre
negativa.
De tiempo en
tiempo pasaba por la recepción del hotel a ver si habían recibido alguna nota
sobre cuando pasaría alguien a recogerme. Nadie sabía nada, seguía lloviendo,
seguían llegando autobuses de agencias a
recoger pasajeros para La Habana, pero en ninguna de las listas que llevaban
estaba mi nombre. Empezaba a pensar que me iba a quedar en Cuba.
Ya
anochecía, y gracias a las nubes de tormenta, más temprano que el resto de los
días, cuando apareció por el hotel un cubano bastante gordo preguntando por mí.
Era el chofer que me iba a llevar al aeropuerto, en un coche Hyundai de los que
había comprado el gobierno cubano para utilizarlos como taxis. Por fin me pude
relajar un poco.
No
demasiado, cuando nos metimos en la carretera, ya noche cerrada, no había ni
una sola luz que la iluminase, no entendía como el chofer no se perdía en
aquella obscuridad, posiblemente no tenía otra carretera alternativa que le
pudiese equivocar en su trayecto para llegar al aeropuerto. El chofer me iba
hablando de cosas intrascendentes a las que yo no ponía mucha atención, cuando,
de pronto, me sorprendió con una pregunta que me sacó de mis cavilaciones.
— ¿Le importa que haga una paradita?, tengo que dar un recado a
unos familiares míos que viven en la ruta —.
Me dieron
ganas de decirle que no quería paraditas, que estaba harto de día y que lo que
quería era llegar cuanto antes al aeropuerto…No le dije nada de esto, paramos
un momento, frente a una casita en la que vivía una familia, que conocí porque
me baje del coche con el conductor, por no perderlo de vista; les dio su recado,
y tras mantener unos minutos de charla
con ellos, reanudamos el viaje al aeropuerto.
En el
camino, me contó algo que, no sé porque, no me sorprendió.
— Aquí, en estas casas en el campo, fuera de las ciudades,
casi todo el mundo se ha fabricado antenas de TV. para poder captar las
emisiones de las cadenas de los EE.UU, y poderse enterar de las noticias que
dan desde allí.
Estaba claro
que, en este país, cada cual se buscaba las mañas para, de cualquier manera posible, poder
sobrevivir. La imaginación no tiene límites.
Por fin
llegamos al aeropuerto. La humedad y el calor creaban una atmosfera muy pesada.
Una vez pasada la aduana, me dio tiempo de comprar una botella de ron en el
pobre y desabastecido Duty free y entré en el autobús que, abarrotado, nos
llevó hacia el avión. Dentro hacía un bochorno y una humedad que era aún más insoportable, mientras, fuera, diluviaba. Para acabar de hacer inaguantable el trayecto,
tuvimos que esperar un rato en aquella atmósfera irrespirable, antes de poder
subir la escalerilla del avión sin ponernos como una sopa. Al fin, conseguimos
entrar en el avión, que nos esperaba con el aire acondicionado a tope.
En el
autobús siguiente, llegó el que sería mi compañero de viaje, al que tuve que
dejar pasar a su asiento junto a la
ventanilla. Como siempre en viajes largos, había pedido asiento de pasillo.
Mi vecino de
asiento era español de los que cumplían el estereotipo: relativamente joven,
bajito, gordo y medio calvo. Llegó resoplando, y en cuanto se sentó, le faltó
tiempo para contarme que, cada tres
meses, hacia un viaje de una semana a Cuba para ¡FOLLAR¡ ¡Un auténtico cerdo!
Dicho esto,
debía de estar tan agotado por tanto esfuerzo, que se quedó dormido; resoplando, tal y como había llegado.
En cuanto el
avión despegó, la temperatura del aire acondicionado se puso inaguantable, tuve
que pedir una manta para protegerme del frío. Mi compañero de viaje, ni se
enteró, siguió resoplando durante todo el viaje y no despertó, eso sí, aterido
de frío y estornudando como un poseso, hasta que el avión aterrizó en Madrid.
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