El domingo, tras vencer mis dudas,
decidí ir al centro de la ciudad para ver qué ambiente se respiraba tras el
intento de golpe. No me atreví a llevar conmigo la cámara de video que tenía
preparada para utilizarla en mi frustrado paseo turístico del fin de semana,
era demasiado grande y no se podía disimular de ninguna manera, pero en todo
caso, quería ver de primera mano las consecuencias que el intento de golpe había
producido allí.
Al salir del hotel me encontré con las
calles desiertas. No había transporte público regular, de modo que tuve que
coger una guagua, pirata, que, como sardinas en lata, trasladaba al centro a
aquellos que tenían menos miedo o la urgente necesidad de ir allí. Cuando bajé
de la guagua, y me acerque lo que pude al palacio presidencial, sentí, de
verdad, la gravedad de la situación. El palacio presidencial estaba aislado,
blindado con tropas, ocupadas las calles aledañas por el ejército, aunque,
desde lejos, podían verse algunos de los desperfectos que habían causado en
ella los proyectiles que la habían impactado durante la intentona militar.
Siguiendo mi paseo, me encontré con la
gran confusión que reinaba alrededor de la estación de policía situada en la
plaza central de la ciudad; continuamente llegaban y salían de ella coches todo
terreno, ocupados por hombres sin uniforme, equipados con armas de grueso
calibre y protegidos con chalecos antibalas; algunos iban en el exterior de los
coches, colgados de las ventanillas y apoyados en los estribos. Sentí una
fuerte sensación de indefensión e inseguridad y pensando que podía verme
involucrado por la vorágine desatada, tras dar una vuelta por los alrededores,
decidí volver al hotel. Ni se me ocurrió buscar una guagua, tomé el primer taxi
que vi libre.
Estos
acontecimientos me hicieron recordar mi primera visita al país, cuatro años
antes, donde ya pude detectar algunas debilidades difíciles de creer en un
estado europeo. Mi aventura con el taxista pirata, la debilidad de los
sucesivos gobiernos para implantar un sistema de impuestos moderno, la añoranza
del gobierno dictatorial de Pérez Jiménez que aquella viejecita de la piscina
del Caracas Hilton me mostró, la inseguridad de un país en el que los taxistas
se saltaban los semáforos a partir de una cierta hora de la noche para evitar
que los asaltasen…, todo ello eran indicios de lo que podía suceder. Un año
después de mi primera visita a Caracas, la revuelta denominada “El Caracazo” lo
confirmó. Aquel suceso había abierto la puerta a lo que había venido después. La
inestabilidad social producida por la falta de credibilidad que se habían
estado ganando los sucesivos gobiernos, había puesto una alfombra roja a la
actuación de los golpistas. Éste había sigo
el segundo intento en el mismo año.
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