Juan de la Cruz y sus compañeros no se atrevían a
creer lo que veían, los guardias del retén les estaban abriendo las puertas de
las celdas. Hacía rato que la noticia corría por la prisión, Juan de la Cruz,
Zecoto, y otros reclusos pasaban las noticias a los corrillos que se formaban y
se deshacían de forman espontanea:
«Se ha producido un golpe militar; los seguidores
de Chávez han actuado; hay que estar preparados…» Armas que se mantenían
ocultas estaban apareciendo: machetes, cuchillos de cocina, herramientas rudimentarias…,
y, ahora, los guardias les estaban confirmando la noticia.
— Están ustedes libres, pueden salir, el nuevo
gobierno militar los libera.
— Zecoto, compadre, esto me huele mal. Se va a poner bien feo — dijo
Orive a su compañero —. Llevamos mucho tiempo pudriéndonos aquí para saber las
mañas de estos pendejos. No salgas; no les hagas el juego.
— Pero
Juan de la Cruz, esta es nuestra oportunidad; es demasiado tiempo; ya tres
años; no lo soporto. Si triunfan los partidarios de Chávez pueden cambiar las
cosas y desde fuera podemos ayudar.
En
todas las galerías el tumulto crecía. Eran años de hacinamiento en aquel antro
en el que estaban encerrados cuatro veces más reclusos de los que su capacidad
permitía; de opresión, de injusticia, de abusos de los carceleros corruptos, de
esperar un juicio que nunca llegaba, de sentir la miseria de sus familias en
los días en que sus mujeres, sus padres, sus amigos, les visitaban. Las cosas,
fuera, tampoco mejoraban y ellos seguían allí, con su impotencia y su
desesperanza.
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