domingo, 16 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXVI)

A mi vuelta de Guadarrama he reanudado mi asistencia al colegio. Un poco desfasado después de casi tres meses de vacaciones, he reencontrado  a mis amigos de la calle y del colegio. A mediados de otoño, hubo una orden o recomendación de las autoridades sanitarias, que la dirección del colegio comunicó a todos los alumnos, referente a la obligación de vacunarse contra alguna afección vírica, la difteria, creo. Mi madre compró la vacuna en la farmacia y un practicante militar que vive en la misma calle y es parroquiano de la tienda, me la puso. Después de ponérmela, me encontré un poco raro, por la noche me dio algo de fiebre y,  al día siguiente, al despertar oriné muy oscuro. Gloria, la chica que mi madre ha contratado para que haga las labores de la casa y poder dedicar más tiempo a la tienda, y yo, nos reímos al ver el color de mi orina;  es sangre. Fue la primera manifestación de lo que, posteriormente, el médico, don Enrique, diagnosticó como una “nefritis”; algo nuevo y desconocido para nosotros, que no llegó a ser bien entendido ni valorado por nadie, salvo por mi madre que, sensibilizada por los acontecimientos anteriores, intuyó la gravedad del problema. Sus malos augurios se confirmaron, una vez más.

La prescripción fue dura. Reposo  absoluto y un régimen de alimentación asqueroso. Nada de sal, caldos de verdura, mucha fruta… Todo aquello que nunca había querido comer pero nada de lo que más me gustaba: carne, huevos o pescado. Parecía que solo eran buenas y recomendables las cosas que menos o nada me gustaban, y me prohibían lo que yo quería comer.  Adiós al colegio, a la calle, a mi vida. Encerrado todo el día en casa, con Gloria, sin levantarme de la cama, no podía hacer nada, salvo leer. Cuando mi madre subía de la tienda, a medio día y por la noche, siempre hacía las mismas preguntas ¿Ha tenido fiebre? ¿Ha estornudado? ¿Ha tosido?

Desde la muerte de mi padre, la radio había estado guardada porque estábamos de luto.  Era un aparato de radio americano, grande, antiguo. Un domingo por la tarde, yo tenía ocho años, pedí a mi madre que la sacase, que quería oír el partido. En realidad no tenía idea de si había o no partido en la radio. Supuse que lo habría todos los domingos.

El fútbol había sido mi juego favorito, en la calle, con mis amigos. Mi padre era del Atlético de Madrid y yo, por emulación, también. Esa, había sido una de las épocas doradas del “Atleti”, con Ben Barek, Carlson, Marcel Domingo y otros grandes jugadores, y con Helenio Herrera de entrenador. Mi padre discutía con Cabrerizo, el dueño de la zapatería que estaba frente a la tienda, que era del Madrid.


Mi madre sacó la radio. Funcionaba mal pero, casualmente, radiaban un partido; la selección española jugaba contra no sé quién en el campo San Mamés y, cuando acabó el partido, mi madre volvió a guardar la radio. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario