jueves, 13 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXIV)

El tío Eugenio ha alquilado una casa en Guadarrama para que su mujer y sus hijas pasen allí los meses de verano. Ha decidido, junto con mi madre, que sería bueno para mí estar allí, alejado de la tensión del momento. Me lo paso bien con mis primas que son algo mayores que yo, aunque, como son chicas vemos las cosas de forma diferente y, a veces, nos peleamos. El tío me ha hecho un tirachinas con el que nunca acierto a ningún pájaro.

 La casa está en la parte baja del pueblo, cerca del río. Un matrimonio, con dos hijos, se había hecho una casa y no les debía de sobrar el dinero. La alquilan y, mientras, ellos viven en una especie de chabola contigua. La experiencia se repitió al año siguiente en otra casa. Es una casa, también nueva, seguramente no había sido habitada antes, situada en la parte alta del pueblo, mirando a una especie de campanario donde, en lo alto, ponen su nido las cigüeñas. Es una edificación un poco tétrica que, en algún momento, había sido utilizada como lugar de enterramiento. Un día, los guardeses, nos mostraron restos óseos de cadáveres que, en otro tiempo, fueron sido sepultados allí. 

Los domingos, cuando llegaban en el coche de línea mi madre y el tío Eugenio, liberados del trabajo en sus respectivas tiendas y, a veces, también el abuelo Marcos y las tías, hacíamos excursiones con algunos amigos:  al Alto de los leones, la Fuente de la teja, la Jarosa, Collado Mediano o Los Molinos. Por la noche, mi madre volvía a Madrid en el coche de línea.


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