domingo, 24 de abril de 2016

El golpista - El Caracazo XXI

Sin contestar a mis palabras, el hombre se encaró con Zecoto.

—Y usted ¿Qué historia tiene que contarme? ¿Tampoco ha hecho nada? ¿Ha llegado aquí por equivocación? ¿No estaba en Guarenas en la mañana del día 27? ¿No participó en el vuelco y posterior incendio del autobús?…

— Señor — balbuceó Zecoto —, yo no he sido cabecilla de nada. La mañana del día 27 llegué a la estación de autobuses, como cada día. Una muchedumbre exaltada discutía, a gritos, con los empleados de la línea por la subida del precio del billete; era exagerada y la gente estaba enardecida. Yo me uní a la protesta y, en grupo, nos organizamos para dirigirnos a la capital. Lo del autobús fue un accidente. Usted sabe, la multitud es incontrolable, fue inevitable…

— Bien, en vista de que no quieren colaborar, se van a quedar aquí, detenidos, hasta que se decidan a hacerlo. Son muy graves los sucesos en los que han participado y van a tener que pagar por ellos. En cuanto a usted, Orive,  no tiene que preocuparse por su familia. Su esposa, también está detenida es estas instalaciones. Sus hijos están libres, en los cerros. Tendrán que aprender a cuidarse por sí mismos. Al menos, hasta que usted o la india se decidan a darme la información que necesito.

Tras decir esto, el hombre dejó de mirarnos y se enfrascó de nuevo en los papeles, como si ya no le interesáramos. Tocó un timbre que había sobre la mesa y dos de sus hombres entraron al despacho, para llevarnos, de vuelta, a la celda. La sorpresa, que me había paralizado al oír las últimas palabras de Zubiaurre se había desvanecido.

Consciente de lo que acababa de escuchar, era incapaz de articular palabra pero, a pesar de las esposas que me atenazan las muñecas, me abalancé sobre él saltando sobre la mesa de despacho. Como viniendo de otro lugar, escuche el grito de mi amigo Zecoto:

— ¡Juan, no seas loco! ¡Párate!
Los guardias que acababan de entrar me detuvieron a golpes, pero no pudieron acallar mis gritos: — ¡Maricón! ¡Hijo de puta! Deja en paz a mi familia…

Al producirse el tumulto, algunos otros guardias entraron para sacarnos, a Zecoto y a mí, fuera del despacho. Mientras nos arrastran camino de la celda, nuestros gritos resonaban por todo el edificio.

El pasillo se hacía interminable mientras nos resistíamos a los guardias. En medio de la algarabía, al pasar ante una de las puertas que bordean el pasillo, creí oír la voz de Tibisay que me confirmaba lo que Zubiaurre acababa de decirme.


— ¡Juan, por Dios, sácame de aquí! ¡Nuestros hijos están solos!

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