Sin contestar a mis
palabras, el hombre se encaró con Zecoto.
—Y usted ¿Qué
historia tiene que contarme? ¿Tampoco ha hecho nada? ¿Ha llegado aquí por
equivocación? ¿No estaba en Guarenas en la mañana del día 27? ¿No participó en
el vuelco y posterior incendio del autobús?…
— Señor — balbuceó
Zecoto —, yo no he sido cabecilla de nada. La mañana del día 27 llegué a la
estación de autobuses, como cada día. Una muchedumbre exaltada discutía, a
gritos, con los empleados de la línea por la subida del precio del billete; era
exagerada y la gente estaba enardecida. Yo me uní a la protesta y, en grupo,
nos organizamos para dirigirnos a la capital. Lo del autobús fue un accidente.
Usted sabe, la multitud es incontrolable, fue inevitable…
— Bien, en vista de
que no quieren colaborar, se van a quedar aquí, detenidos, hasta que se decidan
a hacerlo. Son muy graves los sucesos en los que han participado y van a tener
que pagar por ellos. En cuanto a usted, Orive,
no tiene que preocuparse por su familia. Su esposa, también está
detenida es estas instalaciones. Sus hijos están libres, en los cerros. Tendrán
que aprender a cuidarse por sí mismos. Al menos, hasta que usted o la india se
decidan a darme la información que necesito.
Tras decir esto, el
hombre dejó de mirarnos y se enfrascó de nuevo en los papeles, como si ya no le
interesáramos. Tocó un timbre que había sobre la mesa y dos de sus hombres
entraron al despacho, para llevarnos, de vuelta, a la celda. La sorpresa, que
me había paralizado al oír las últimas palabras de Zubiaurre se había
desvanecido.
Consciente de lo que
acababa de escuchar, era incapaz de articular palabra pero, a pesar de las
esposas que me atenazan las muñecas, me abalancé sobre él saltando sobre la
mesa de despacho. Como viniendo de otro lugar, escuche el grito de mi amigo
Zecoto:
— ¡Juan, no seas
loco! ¡Párate!
Los guardias que
acababan de entrar me detuvieron a golpes, pero no pudieron acallar mis gritos:
— ¡Maricón! ¡Hijo de puta! Deja en paz a mi familia…
Al producirse el
tumulto, algunos otros guardias entraron para sacarnos, a Zecoto y a mí, fuera
del despacho. Mientras nos arrastran camino de la celda, nuestros gritos
resonaban por todo el edificio.
El pasillo se hacía interminable
mientras nos resistíamos a los guardias. En medio de la algarabía, al pasar
ante una de las puertas que bordean el pasillo, creí oír la voz de Tibisay que
me confirmaba lo que Zubiaurre acababa de decirme.
— ¡Juan, por Dios,
sácame de aquí! ¡Nuestros hijos están solos!
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