El frenazo del camión
al alcanzar su destino me ha devuelto a la realidad. Mi compadre Alberto y yo
estamos, con otros detenidos, vigilados por los soldados que, a gritos, nos
urgen a salir del camión. Apoyados con algunos culatazos de fusil, pronto han
conseguido su objetivo.
Estamos fuera, en
pie, esposados, como el resto de los detenidos, esperando las órdenes de los
milicos que nos rodean. Tensos y nerviosos, ellos tampoco parece que dominen la
situación, como si no acabasen de entender lo que está pasando. Cumplen
órdenes, nada más.
Los soldados gritan
de nuevo nuestros nombres: — ¡Juan de la Cruz Orive! ¡Alberto Javier Zecoto!...
Junto con otros presos hemos sido encerrados en una celda. El tiempo pasa
despacio ¿Es de día o de noche? No lo sé, no hay luz natural… Dos guardias
entran en la celda y tras pronunciar nuestros nombres nos llevan a un despacho,
frente a un hombre que revisa papeles
tras una mesa. A su espalda, una fotografía del Presidente colgada de la pared
y la bandera de la República sostenida por un mástil. El hombre levanta los
ojos de los papeles y nos interpela directamente:
— Soy el comandante
Zubiaurre — nos dice —, y ustedes, son algunos de los responsables de esta
revuelta… Llevo días buscándolos, son los cabecillas de grupos que han
participado en desórdenes, asaltos a centros comerciales, robos y saqueos en la
capital… Usted, Alberto Javier, además, es responsable de participar en el
vuelco e incendio de un autobús en Guarenas… Tienen ustedes una buena hoja de
servicios. Necesito su colaboración. Que me digan que propósito perseguían y de
quien recibieron las órdenes para encabezar esta revuelta contra el gobierno.
Instintivamente,
Alberto Javier y yo, nos miramos al oír las palabras de aquel hombre. La
preocupación con la que habíamos entrado en el despacho, se ha convertido en
miedo.
— Mire señor — le digo
—, nosotros no somos cabecillas de nada ni hemos recibido órdenes de nadie. Yo
bajé de mi ranchito a la capital a protestar contra las medidas del gobierno
que no me permiten mantener a mi familia. Nada más. Al llegar al centro, en
medio del desorden, nos encontramos Zecoto y yo, y nos vimos envueltos en esta
maldita violencia.
Incluso tratamos de contener a algunos de los saqueadores para evitar los
atropellos de los que nos acusa. No hicimos nada más. Solo quiero volver a mi
casa a ver a mi esposa, a mis hijos. No sé nada de ellos en todos estos días…
Sin contestar a mis
palabras, el hombre se encaró con Zecoto.
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