— Hermano — dijo
Orive a Zecoto —, estamos aquí, perdidos entre la muchedumbre de detenidos que
llena el gran patio ¿Que piensan hacer con nosotros?...
Antes de que Zecoto
pudiera responder, oyeron a los guardias gritar sus nombres: — ¡Juan de la Cruz
Orive! ¡Alberto Javier Zecoto! ¡Venancio Arenas!…Los guardias llamaban a los
detenidos que tenían en las listas para ser interrogados. Sus voces se perdían
entre las conversaciones y gritos de aquella muchedumbre atemorizada, en espera
de que se tomase una decisión sobre cada uno de ellos.
— ¡Silencio,
malandros! — gritó el guardia — ¡Juan de la Cruz Orive! ¡Alberto Javier Zecoto!
¡Venancio Arenas!... La lista seguía interminable.
— Vamos amigo — dijo
Zecoto —, que no se impacienten estos pendejos.
Los hombres llamados
salieron de entre aquella muchedumbre. Parecían más atemorizados por saber lo
que les iba a pasar, que felices por salir de aquel infierno — quizás les esperase
otro peor —. Se acercaron a los guardianes que, sin hacerles esperar demasiado,
según les identificaban, les dirigían a un pasillo de salida del calabozo. Al
final del mismo, en un gran patio, dos camiones militares les esperan para
trasladarlos a sus lugares de destino.
— Juan, compadre,
sigue, tenemos que subir al camión. Seguimos juntos. No nos han separado — dijo
Zecoto.
— Ya sigo, hermano
pero ¿qué nos espera? ¿Dónde nos llevan? Cada vez veo más lejano mi ranchito, a
mis hijos, a Tibisay ¿Cuándo va a terminar este mal sueño?
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