Y dio otro
bocado. Mordía de la manera más elegante que nunca había visto y, además,
mientras lo hacía, levantaba la vista y me miraba con esos extraordinarios ojos
verdes. Parecía no querer acabar nunca. Alargar la situación hasta el infinito.
Cada bocado era un final y, a la vez, una nueva invitación, un nuevo comienzo.
Nunca había sentido una sensación de éxtasis como aquella y decidí prolongarla
hasta conocer el final. Respondí a cada bocado suyo, con otro mío. Me sonrió y
aumentó la frecuencia de sus mordiscos. Al unísono, nos levantamos y, sin decir palabra, decidimos ir a elaborar nuestro propio menú.
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