En el último día de excursión, tocaba ver las llamadas casas
trogloditas. Casas horadadas en la arena. Como eran pocos los interesados en
ese viaje, un todoterreno fue recogiendo de los diferentes hoteles a las cinco
personas interesadas en la excursión.
Quizás porque parte del viaje discurría
por los aledaños del desierto, el aire acondicionado del coche iba a una
temperatura bajísima. Al menos, así me lo parecía. Iba de lo más incómodo,
deseando de salir del coche para sentir el calor del desierto. Pensaba que, unos
minutos más a esa temperatura tendría que sufrir, seguro, una pulmonía, pero el
todoterreno parecía no tener intención de parar nunca.
Al fin lo hizo y todos
pudimos estirar las piernas y compensar el frio del coche con la alta
temperatura exterior. Ya se había hecho la hora de comer y el conductor del
todoterreno nos llevó a un hotel horadado en la tierra. Tuvimos que recorrer un
interminable pasillo que, salvando varios desniveles, daba acceso a una red de
habitáculos, llenos ya de comensales, hasta llegar al nuestro. La temperatura
era excelente, constante a lo largo del año, según nos dijo el conductor,
mientras nos servían un estupendo kus-kus.
Una vez acabada la comida,
fuimos a visitar algunas de aquellas llamadas “casas trogloditas”. No me
pareció apropiado el nombre; todas ellas estaban, como el hotel, horadadas en
la tierra y compuestas por diferentes habitaciones, de una pulcritud y una
limpieza admirables, adornadas con almohadones y tapices multicolores,
similares a los que había visto en el telar de Sidi Bou Said y habitadas por
personas amables que me parecieron como que cumplían con un trabajo por el que,
quizás, recibieran alguna compensación económica, pero que les sometía a
mostrar su intimidad a personas que, en muchos casos, no verían en aquello más
que una postal de viaje. Supuse que debían estar hartos de aquella continua
verbena…
En un segundo, el paisaje cambió
completamente. Acabábamos de salir de visitar una de aquellas casas, con un sol
abrasador cayendo sobre nuestras espaldas que nos hacía añorar la temperatura
amable de las cuevas, cuando un grupo de hombres armados, con las caras
cubiertas por tidjelmousts que no dejaban ver más que sus ojos, se abalanzaron
sobre nosotros, pusieron a todos cuerpo a tierra y, el que parecía ser el jefe,
me agarró de la camisa, me levantó del suelo, y amenazó a todos los del grupo
con matarlos si se movían de allí antes de que ellos desaparecieran. Para
refrendar su amenaza, disparó al aire una ráfaga del fusil ametrallador con que
iba armado y me arrastró, hacia un todoterreno Toyota que tenían a pocos metros.
En pocos segundos, desaparecimos en dirección al desierto. Nadie de los que presenciaron
el hecho hizo un movimiento para impedirlo. Según pude saber después de mi
liberación, el guía recomendó al grupo de turistas no seguir allí ni un minuto
más, subieron a su vehículo y emprendieron la vuelta a Hammamet. Allí denunciaron
el asalto de que habían sido objeto y mi secuestro.
Como te decía, una vez en el
todoterreno, estuvimos viajando toda la tarde, y parte de la noche, por el
desierto. Siempre hacia el sur y pienso que salimos de Túnez ¿A Argelia? ¿A
Libia? No lo sé. Si, en general, las fronteras no tienen mucho sentido, en el
desierto mucho menos. Durante el viaje, nadie habló, la luz del día se fue
apagando y se hizo noche cerrada antes de llegar a nuestro destino.
Cuando paramos, lo hicimos junto
a un grupo de jaimas instaladas en lo que debía ser un pequeño oasis, me
instaron a bajar del todoterreno, me introdujeron en una de las tiendas, me
desataron y me pusieron ante una mesita, rodeada por otros hombres vestidos
como los que me habían secuestrado, y me instaron a comer algunas cosas como
las que te estoy ofreciendo; te puedo asegurar que lo hice sin hacerme
demasiado de rogar. Allí probé un té que me pareció mucho mejor, aunque te
pueda parecer extraño dadas las circunstancias, que el que había probado en
Sidi Bou Said...
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