domingo, 6 de marzo de 2016

El golpista - El caracazo XV

En las dependencias de las fuerzas especiales de seguridad, Tibisay se debatía en la angustia y la incertidumbre. Su alma, de india dulce y pacífica, no entendía lo que pasaba y perdía la esperanza. Los hombres que la habían detenido se habían burlado de ella en el vehículo donde la trasladaron; con frases soeces referidas a ella y a Juan de la Cruz, le decían que cuando llegaran a la comandancia iba a saber lo que era un interrogatorio, que iba a contar las andanzas en las que estaba metido su marido…

«No sé de qué hablaban, Juan; tú nunca te habías señalado en nada, solo estabas desesperado por no poder dar una mejor vida a tu familia; a mí y a tus hijos. Por eso habías dejado los cerros hacía dos días. Tú eres bueno Juan ¿Por qué te buscan? Yo también quiero encontrarte; saber si sigues  vivo…He visto mucha violencia a mí alrededor…No sé dónde estoy ni qué ha pasado con mis hijos ¿Dónde estás Juan de la Cruz? ¿Qué piensan hacer conmigo? ¡No he hecho nada! ¡No sé nada! »
***

Han abierto la puerta y dos hombres uniformados han entrado en la habitación donde estoy confinada y, sin decir palabra, me han cogido de los brazos y tras recorrer un largo pasillo me han llevado a un despacho. Es una habitación pintada de blanco, sin adornos, salvo la bandera y el retrato del Presidente de la República situados a la espalda del hombre que está sentado tras una gran mesa. Los hombres que me han traído aquí, se han marchado sin decir palabra y me han dejado sola, en pie, en medio de la habitación.
El hombre del despacho es joven, elegante y de apariencia tranquila, sin uniforme, que parece leer los papeles que tiene entre las manos con suma atención. Actúa como si no supiese que estoy aquí. Hasta transcurridos unos minutos, que para mí han pasado  lentos, interminables, y en los que no he podido separar mis ojos de él, no ha dejado los papeles sobre la mesa. Ahora me mira y, con un gesto, me ha invitado a sentarme en la única silla que completa el mobiliario de la habitación. Tengo miedo, me he sentado en el borde de la silla y ya no me atrevo a mirarlo.

— Señora Tibisay — me dice—, es ese su nombre ¿verdad?

He asentido sin decir una palabra.

— Soy en comandante Zubiaurre. Espero que mis hombres la hayan tratado adecuadamente — su voz me suena falsa —. No está en mi interés producirle ninguna molestia. En realidad, lo único que me interesa es tener una conversación con su esposo, Juan de la Cruz Orive ¿Es su esposo, verdad? ¿Me puede decir dónde está?

Oigo las palabras como si no fuesen dirigidas a mí. Suenan monocordes, sin transmitir ninguna emoción. Cuando estoy angustiada por mis hijos, por saber si Juan de la Cruz está vivo, este hombre pregunta. Vuelvo la cara buscando alguna otra persona en la habitación y no hay nadie. Solo estamos el hombre sentado tras la mesa de despacho y yo, y la fotografía del Presidente, y la bandera…

— No, señor. No sé dónde está mi esposo, — le digo levantando la vista hacia él —, hace ya no sé cuántos días que salió del ranchito y no había vuelto cuando unos hombres me detuvieron y dejaron abandonados a mis hijos. Esos hombres me han amenazado y se han burlado de mí. No sé dónde estoy. No he hecho nada. Solo quiero volver a casa, con mis hijos. Son todavía muy pequeños y nunca han estado solos. Había mucha violencia en el cerro cuando lo dejé y temo por ellos. Por favor, señor, déjeme ir. Debo estar allí cuando vuelva Juan de la Cruz.

— Señora Tibisay, espero que usted colabore con nosotros — me dice —. Tenemos pruebas de que su esposo es uno de los cabecillas de la revuelta. En los últimos tiempos ha estado animando a sus vecinos a revelarse contra el gobierno. En tanto no lo hallemos, usted seguirá detenida. Si quiere ver pronto a sus hijos, díganos donde podemos encontrarlo. Como le he dicho, no tengo ningún interés en molestarla, pero tenemos que encontrar y detener a los responsables de esta revuelta.
— Señor, no sé nada de lo que usted pregunta y no lo puedo ayudar. Si usted lo quiere, no volveré a ver a mis hijos, no volveré a ver a Jun de la Cruz, pero no le puedo decir nada…«Es inútil — pienso mientras le hablo —, nunca podré convencer a este hombre, no me escucha, nunca volveremos a estar juntos; Juan, mis hijos, yo…Nunca podré salir de aquí ».  

El hombre — Zubiaurre ha dicho que se llama — ya no me mira, ha vuelto a examinar sus papeles, ha hecho sonar un timbre y los dos hombres que me habían traído desde mi celda han vuelto a entrar en el despacho. Con un gesto, les ha indicado que me lleven y, tras recorrer, de nuevo, el largo pasillo, me han dejado en la celda.

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