En las dependencias
de las fuerzas especiales de seguridad, Tibisay se debatía en la angustia y la
incertidumbre. Su alma, de india dulce y pacífica, no entendía lo que pasaba y
perdía la esperanza. Los hombres que la habían detenido se habían burlado de
ella en el vehículo donde la trasladaron; con frases soeces referidas a ella y
a Juan de la Cruz, le decían que cuando llegaran a la comandancia iba a saber
lo que era un interrogatorio, que iba a contar las andanzas en las que estaba metido
su marido…
«No sé de qué
hablaban, Juan; tú nunca te habías señalado en nada, solo estabas desesperado
por no poder dar una mejor vida a tu familia; a mí y a tus hijos. Por eso
habías dejado los cerros hacía dos días. Tú eres bueno Juan ¿Por qué te buscan?
Yo también quiero encontrarte; saber si sigues
vivo…He visto mucha violencia a mí alrededor…No sé dónde estoy ni qué ha
pasado con mis hijos ¿Dónde estás Juan de la Cruz? ¿Qué piensan hacer conmigo?
¡No he hecho nada! ¡No sé nada! »
***
Han abierto la puerta
y dos hombres uniformados han entrado en la habitación donde estoy confinada y,
sin decir palabra, me han cogido de los brazos y tras recorrer un largo pasillo
me han llevado a un despacho. Es una habitación pintada de blanco, sin adornos,
salvo la bandera y el retrato del Presidente de la República situados a la
espalda del hombre que está sentado tras una gran mesa. Los hombres que me han
traído aquí, se han marchado sin decir palabra y me han dejado sola, en pie, en
medio de la habitación.
El hombre del
despacho es joven, elegante y de apariencia tranquila, sin uniforme, que parece
leer los papeles que tiene entre las manos con suma atención. Actúa como si no
supiese que estoy aquí. Hasta transcurridos unos minutos, que para mí han
pasado lentos, interminables, y en los
que no he podido separar mis ojos de él, no ha dejado los papeles sobre la mesa.
Ahora me mira y, con un gesto, me ha invitado a sentarme en la única silla que
completa el mobiliario de la habitación. Tengo miedo, me he sentado en el borde
de la silla y ya no me atrevo a mirarlo.
— Señora Tibisay — me
dice—, es ese su nombre ¿verdad?
He asentido sin decir
una palabra.
— Soy en comandante
Zubiaurre. Espero que mis hombres la hayan tratado adecuadamente — su voz me
suena falsa —. No está en mi interés producirle ninguna molestia. En realidad,
lo único que me interesa es tener una conversación con su esposo, Juan de la
Cruz Orive ¿Es su esposo, verdad? ¿Me puede decir dónde está?
Oigo las palabras
como si no fuesen dirigidas a mí. Suenan monocordes, sin transmitir ninguna
emoción. Cuando estoy angustiada por mis hijos, por saber si Juan de la Cruz
está vivo, este hombre pregunta. Vuelvo la cara buscando alguna otra persona en
la habitación y no hay nadie. Solo estamos el hombre sentado tras la mesa de
despacho y yo, y la fotografía del Presidente, y la bandera…
— No, señor. No sé
dónde está mi esposo, — le digo levantando la vista hacia él —, hace ya no sé
cuántos días que salió del ranchito y no había vuelto cuando unos hombres me
detuvieron y dejaron abandonados a mis hijos. Esos hombres me han amenazado y
se han burlado de mí. No sé dónde estoy. No he hecho nada. Solo quiero volver a
casa, con mis hijos. Son todavía muy pequeños y nunca han estado solos. Había
mucha violencia en el cerro cuando lo dejé y temo por ellos. Por favor, señor,
déjeme ir. Debo estar allí cuando vuelva Juan de la Cruz.
— Señora Tibisay,
espero que usted colabore con nosotros — me dice —. Tenemos pruebas de que su
esposo es uno de los cabecillas de la revuelta. En los últimos tiempos ha
estado animando a sus vecinos a revelarse contra el gobierno. En tanto no lo
hallemos, usted seguirá detenida. Si quiere ver pronto a sus hijos, díganos
donde podemos encontrarlo. Como le he dicho, no tengo ningún interés en
molestarla, pero tenemos que encontrar y detener a los responsables de esta
revuelta.
—
Señor, no sé nada de lo que usted pregunta y no lo puedo ayudar. Si usted lo
quiere, no volveré a ver a mis hijos, no volveré a ver a Jun de la Cruz, pero
no le puedo decir nada…«Es inútil — pienso mientras le hablo —, nunca podré
convencer a este hombre, no me escucha, nunca volveremos a estar juntos; Juan,
mis hijos, yo…Nunca podré salir de aquí ».
El
hombre — Zubiaurre ha dicho que se llama — ya no me mira, ha vuelto a examinar
sus papeles, ha hecho sonar un timbre y los dos hombres que me habían traído
desde mi celda han vuelto a entrar en el despacho. Con un gesto, les ha
indicado que me lleven y, tras recorrer, de nuevo, el largo pasillo, me han
dejado en la celda.
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