Ya eran las tres de la tarde, la situación
no terminaba de aclararse y decidí bajar al restaurante para tomar algo. Al
contrario que por la mañana, estaba a rebosar de gente y me costó trabajo
encontrar una mesa donde sentarme. La
confusión era grande, los huéspedes, nerviosos, hablaban todos a la vez y
militares armados vigilaban el hall y el restaurante.
— Ha tenido usted suerte de bajar ahora
— me informó mi compañero de mesa—, los militares han ocupado el hotel y han
dado orden de desalojar las habitaciones que dan al aeropuerto militar ya que
han entrado proyectiles a algunas de ellas. Hace sólo media hora estábamos, todos,
cuerpo a tierra, en el suelo del recibidor y del restaurante.
La comida era escasa y sin posibilidad de
elegir, sólo un plato de arroz con algo de carne. Algunos de los huéspedes, en
un estado cercano al histerismo, hablaban de irse al aeropuerto a tomar el
primer avión que saliese para cualquier sitio. Me pareció una decisión absurda
¿Cómo iban a llegar al aeropuerto? ¿Y quedarse allí hasta que saliese un avión?
Yo tenía todavía pendiente una semana de trabajo y decidí que cumpliría mi
compromiso. ¿No me habían dicho de la embajada española que el golpe estaría
terminado aquella misma tarde? Cuando terminé la frugal comida, volví a mi
habitación.
El pronóstico del funcionario de la
embajada se cumplió y la televisión anunciaba el final de la intentona sobre
las cinco de la tarde; los cabecillas de los sublevados habían abandonado el
país en un avión con destino a Perú, donde les acogió su presidente.
Después de oír la noticia salí del
hotel; las calles aledañas estaban desiertas y apenas algún transeúnte se
aventuraba fuera de sus casas. Procurando no alejarme mucho, la casualidad me
llevó a encontrar una heladería abierta. Entré y la heladera me sirvió como si
no pasara nada. ¡Qué bueno sabía aquel helado de vainilla después de la tensión
vivida desde que me levanté y, camino del baño, de forma mecánica, había
encendido el aparato de televisión!
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