Me levanté con el tiempo justo, como
siempre. Era viernes y, más que en el día de trabajo que me esperaba, pensando
en lo que hacer ese fin de semana. Desde que trabajaba como consultor free
lance para la multinacional norteamericana, mis trabajos en Sud América me
daban la oportunidad de hacer turismo como nunca antes había sospechado. No sé
por qué, esa mañana, al ir del dormitorio al baño, se me ocurrió conectar la
televisión. La imagen que vi, me dejó helado a pesar de la temperatura ambiente.
El teniente coronel Chávez, sentado tras una gran mesa y con tres “gorilas” tras
él, portando fusiles de gran calibre, soltaba una soflama — «El honor y la dignidad de la nación no
pueden soportar....». Cambié de canal y... ¡lo mismo! Nerviosamente, pulsé
tecla tras tecla... La misma imagen aparecía en todos los canales. No cabía
duda, durante la noche se había producido un golpe de estado y, por lo que
podía ver, había triunfado.
Por otra parte, algo no encajaba. El teniente
coronel Chávez estaba en prisión desde febrero de ese mismo año, por otro
intento de golpe ¿Cómo podía aparecer en la televisión lanzando soflamas?
No podía hacer otra cosa y decidí bajar
al restaurante a tomar mi desayuno. Estaba más vacío que de costumbre y con una
media luz mortecina. Los camareros apenas hablaban y se notaba el ambiente
pesado, pero nadie mencionó nada sobre el golpe. Cuando acabé de desayunar,
subí a la habitación y empecé a hacer llamadas telefónicas: a la oficina del
cliente, a la de Elisa..., nadie respondía al otro lado de la línea. En esas
circunstancias no tenía sentido salir del hotel y seguí haciendo llamadas que
me permitieron hablar con mi familia y con algunos amigos en España, sin
problemas. Después traté, tras buscarlos en la guía telefónica que tenía en la
habitación, con diferentes números de teléfono de la embajada española, hasta
que alguien me respondió:
— Esta usted hablando con la agregaduría
militar de la embajada y, sí, ha habido un intento de golpe de estado pero
fracasará. Para las cinco de la tarde, más o menos, habrá terminado.
— Estoy hospedado en el Hotel Tamanaco —
respondí —. ¿He de tomar alguna precaución especial?
La voz que oí por el auricular, sonó más
alarmada.
— ¡No se le ocurra salir del hotel hasta
que el problema esté resuelto! Si lo desea, podemos ponernos en contacto con su
familia en España.
— No es necesario — le dije—, ya he
podido establecer contacto con ellos. En todo caso, gracias por su ofrecimiento.
Colgué el teléfono, mientras las
imágenes del “Caracazo” volvían a mi mente.
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