martes, 18 de agosto de 2015

El golpista

Me levanté con el tiempo justo, como siempre. Era viernes y, más que en el día de trabajo que me esperaba, pensando en lo que hacer ese fin de semana. Desde que trabajaba como consultor free lance para la multinacional norteamericana, mis trabajos en Sud América me daban la oportunidad de hacer turismo como nunca antes había sospechado. No sé por qué, esa mañana, al ir del dormitorio al baño, se me ocurrió conectar la televisión. La imagen que vi, me dejó helado a pesar de la temperatura ambiente. El teniente coronel Chávez, sentado tras una gran mesa y con tres “gorilas” tras él, portando fusiles de gran calibre, soltaba una soflama — «El honor y la dignidad de la nación no pueden soportar....». Cambié de canal y... ¡lo mismo! Nerviosamente, pulsé tecla tras tecla... La misma imagen aparecía en todos los canales. No cabía duda, durante la noche se había producido un golpe de estado y, por lo que podía ver, había triunfado.

Por otra parte, algo no encajaba. El teniente coronel Chávez estaba en prisión desde febrero de ese mismo año, por otro intento de golpe ¿Cómo podía aparecer en la televisión lanzando soflamas?

No podía hacer otra cosa y decidí bajar al restaurante a tomar mi desayuno. Estaba más vacío que de costumbre y con una media luz mortecina. Los camareros apenas hablaban y se notaba el ambiente pesado, pero nadie mencionó nada sobre el golpe. Cuando acabé de desayunar, subí a la habitación y empecé a hacer llamadas telefónicas: a la oficina del cliente, a la de Elisa..., nadie respondía al otro lado de la línea. En esas circunstancias no tenía sentido salir del hotel y seguí haciendo llamadas que me permitieron hablar con mi familia y con algunos amigos en España, sin problemas. Después traté, tras buscarlos en la guía telefónica que tenía en la habitación, con diferentes números de teléfono de la embajada española, hasta que alguien me respondió:

— Esta usted hablando con la agregaduría militar de la embajada y, sí, ha habido un intento de golpe de estado pero fracasará. Para las cinco de la tarde, más o menos,  habrá terminado.

— Estoy hospedado en el Hotel Tamanaco — respondí —. ¿He de tomar alguna precaución especial?

La voz que oí por el auricular, sonó más alarmada.

— ¡No se le ocurra salir del hotel hasta que el problema esté resuelto! Si lo desea, podemos ponernos en contacto con su familia en España.

— No es necesario — le dije—, ya he podido establecer contacto con ellos. En todo caso, gracias por su ofrecimiento.


Colgué el teléfono, mientras las imágenes del “Caracazo” volvían a mi mente.

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