En estos paseos descubrimos un sitio abierto rodeado de acequias y de
árboles, con tres grandes mesas de madera y bancos, y con capacidad para albergar a mucha gente. Mi madre está
planeando que toda la familia venga a pasar con nosotros un día de campo, y
este sería el lugar ideal.
El plan se puso en práctica y, uno de los fines de semana de aquel
verano, toda la familia se desplazó a Villaviciosa. Se fijó la fecha y, un
domingo, toda la familia fue llegando en sucesivas oleadas.
Los primeros, el primo Pepe y el tío Manolo, llegaron de noche y
encontraron la casa de milagro; estaban un poco “chispas” y nos despertaron
llamando en voz susurrante para no despertar a los vecinos. No sé cómo habían
podido llegar a aquellas horas; algún conocido les llevó en coche hasta el
pueblo y llegaron contando una historia
de cómo, con los faros del coche habían perseguido una liebre por la carretera.
Dada la hora que era, ya no se durmió esa noche y, antes de amanecer, los llevé
a colonizar el lugar elegido para pasar el día.
Con la llegada de los primeros coches de línea, que tenían su base
cerca de la taberna de la tía Blasa y el tío Pedro, fueron llegando el resto de
los excursionistas. La tía María y el tío Eusebio, la prima Amparo y el primo
Manolo con sus respectivas parejas y María, la novia del primo Pepe; la tía
Carmen, con sus hijos, Carmen, Charín y Manolo y no sé cuántos tíos y primos
más. Cuando algunos otros domingueros llegaron donde habitualmente pasaban el
día, se lo encontraron invadido por una extraña banda que les impedía ocupar su
espacio habitual. Fue un día estupendo, con juegos y carreras por toda la zona
y abundante comida. Los filetes empanados, las tortillas de patatas con
pimientos, las ensaladas, la fruta fresca y las botas de vino de Valdepeñas
puestas a refrescar en la acequia, permitían recuperar las energías perdidas en
los juegos. Todo salió muy bien y, sin duda, fue el mejor día del verano.
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