martes, 8 de julio de 2014

El chico de la hamaca ( XL )

En estos paseos descubrimos un sitio abierto rodeado de acequias y de árboles, con tres grandes mesas de madera y bancos, y con capacidad  para albergar a mucha gente. Mi madre está planeando que toda la familia venga a pasar con nosotros un día de campo, y este sería el lugar ideal.

El plan se puso en práctica y, uno de los fines de semana de aquel verano, toda la familia se desplazó a Villaviciosa. Se fijó la fecha y, un domingo, toda la familia fue llegando en sucesivas oleadas.

Los primeros, el primo Pepe y el tío Manolo, llegaron de noche y encontraron la casa de milagro; estaban un poco “chispas” y nos despertaron llamando en voz susurrante para no despertar a los vecinos. No sé cómo habían podido llegar a aquellas horas; algún conocido les llevó en coche hasta el pueblo y llegaron  contando una historia de cómo, con los faros del coche habían perseguido una liebre por la carretera. Dada la hora que era, ya no se durmió esa noche y, antes de amanecer, los llevé a colonizar el lugar elegido para pasar el día.


Con la llegada de los primeros coches de línea, que tenían su base cerca de la taberna de la tía Blasa y el tío Pedro, fueron llegando el resto de los excursionistas. La tía María y el tío Eusebio, la prima Amparo y el primo Manolo con sus respectivas parejas y María, la novia del primo Pepe; la tía Carmen, con sus hijos, Carmen, Charín y Manolo y no sé cuántos tíos y primos más. Cuando algunos otros domingueros llegaron donde habitualmente pasaban el día, se lo encontraron invadido por una extraña banda que les impedía ocupar su espacio habitual. Fue un día estupendo, con juegos y carreras por toda la zona y abundante comida. Los filetes empanados, las tortillas de patatas con pimientos, las ensaladas, la fruta fresca y las botas de vino de Valdepeñas puestas a refrescar en la acequia, permitían recuperar las energías perdidas en los juegos. Todo salió muy bien y, sin duda, fue el mejor día del verano.

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