domingo, 14 de abril de 2013

Gumersindo


Gumersindo era un tipejo de unos cuarenta años, bajito, delgado, esmirriado, se podría decir y, sobre todo, calvo, muy calvo. Quizás por esta razón nunca se separaba de su gorra, de cuadros siempre. Cuando una se hacía vieja, la sustituía por otra. Siempre de cuadros.

Era muy popular en el barrio. Siempre vivo, nervioso, cargado, con su maletín de herramientas a la espalda, con su “mono” limpio, entrando en su taller de fontanería temprano cada mañana.

Su primera labor era descolgar el teléfono para ver que avisos tenía. Sabía que la gente del barrio no utilizaba este sistema. Se acercaban al taller a darle el aviso o, si no estaba, le dejaban un papelito por debajo de la puerta; pero él, hombre inquieto, se había propuesto “ampliar el negocio” y había conseguido que su taller apareciera en las guías de la zona y en las páginas amarillas. No había tenido reparos en darse “bombo” para hacer aparecer su taller como el mejor de todo Madrid.

Justo ayer, había contratado a Miguelito. Un chaval vecino suyo que, una vez acabado su curso de formación profesional, no era capaz de encontrar un trabajo que él considerase acorde con su gran valía.

Aquella mañana, entró en su taller y descolgó el teléfono, como de costumbre; lo que oyó le dejó desconcertado.

─¡Hello! ¿Is there the plumber shop? ¡I need your help urgently! ¡Please! My kitchen is under water. My address is, Alcalá street number one hundred twenty. Four floor.  My phone number is 91 2222222.

¿Qué era esto?  ¿La gente no sabía hablar en cristiano? Volvía a escuchar el mensaje y, una y otra vez, la maldita máquina repetía lo mismo ¿Dónde estaba Miguelito?  ¡Maldita  la idea de poner el teléfono en las guías!

Miguelito apareció y le pasó el teléfono tratando de explicarle el problema. Miguelito escuchaba con aire de suficiencia. Alguna clase de inglés había dado y, a “trancas y barrancas”, logró descifrar lo suficiente del mensaje para explicarle el contenido a su jefe.

Ambos salieron corriendo del taller. Gumersindo, ya más tranquilo, pensaba en la  oportunidad que se le había presentado

– Miguelito, si salimos con éxito de este compromiso, te hago fijo ─ le dijo.

La casa de la calle Alcalá era impresionante; con portero que les hizo pasar por la puerta de servicio, claro, y la clienta ¡Que clienta! Gumersindo nunca había visto nada igual hasta el momento en que les abrió la puerta: Joven, alta, rubia, nerviosa, los pies empapados en agua, con ojos implorantes… Ni pareció fijarse en lo esmirriado de Gumersindo. Él, su gorra, su maletín de herramientas y Miguelito le parecieron el 7º de caballería que venía a salvarla de la inundación.

Mientras Gumersindo, como el buen profesional que era, solucionaba la avería, Miguelito, “chapurreaba” en inglés con la “guiri” Please, thank you, hello, beautiful, ¿from where are you? Solo le faltó decir aquello de My taylor is rich”. La “guiri” le contaba que había llegado la noche anterior de Conneticut ¿Dónde estaría eso? y que hoy, al levantarse, se había encontrado con la avería.

─ Bueno, esto ya está ─ dijo Gumersindo feliz cuando acabó de reparar la avería. Por primera vez en su vida se esmeró al hacer la factura, tratando de no mancharla.

La “guiri” estaba contentísima; no solo les dio una espléndida propina, también les invitó a un whisky.

Cuando salían, Gumersindo pensaba que no había sido tan mala la idea anunciar su taller en las guías, pero se había hecho el propósito de aprender inglés. No era plan que él hubiera tenido que hacer todo el trabajo mientras, Miguelito, “chapurreaba con la guiri” e intentaba ligar con ella.

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