No sabía porque estaba aquí, ni tenía ningún plan. Solo, que había escapado de una situación con la que no me sentía feliz. Ayer, después de una semana en la que el trabajo en la consultora se había complicado más de lo habitual y había tenido un desencuentro con Marta, una nube negra se me puso sobre la cabeza y, en un arrebato, había pedido a mi jefe la semana de vacaciones que tenía pendiente del año pasado. Él me miró, entre sorprendido y socarrón, y sin decir una palabra me firmó la autorización. Sin pensarlo más, bajé al aparcamiento, cogí el coche y después de conducir durante cinco horas sin parar, salvo para coger gasolina en un puesto de la carretera, había llegado a este pequeño hotel perdido en una aldea asturiana (creo) y donde, por casualidad, me habían alquilado “la última habitación que quedaba libre”, según me dijo la persona que, con cara de sorpresa y de sueño, me atendió, aunque, “sintiéndolo mucho” ― me dijo ―, “a esa hora no me podían dar nada para cenar”, “tendría que esperar hasta la hora del desayuno, que empieza a las ocho de la mañana”. Me dio la llave, subí a la segunda planta, habitación 23, entré sin encender la luz y me tiré en la cama a medio desvestir, y a los pocos segundos me quedé dormido. Digno final para una semana horrible.
En el mejor de los sueños, ―mi
sensación era que acababa de acostarme ―, el canto de un gayo me despertó, a
medias. ¡El maldito animal, me ha arruinado la noche! ― pensé ―, en medio de mi
seminconsciencia, pero ese sonido, en un segundo, me transportó a mi infancia,
cuando, muy pequeño, pasé algunos días del verano en casa de mis abuelos, en el
pueblo. El estrés y la vida en la ciudad me habían hecho olvidarlo.
Abrí los ojos y observé que,
por la ventana entreabierta, ya entraba luz del amanecer. Antes de cerrarla,
pude ver que la bruma rodeaba el hotel sin dejarme ver nada de lo que lo
rodeaba. Volví a la cama y seguí durmiendo.
Cuando desperté definitivamente
y miré mi reloj ya eran las diez de la mañana. Abrí la ventana y una luz, algo
atenuada por la bruma que aún no se había disipado totalmente, me hizo volver a
la realidad. Tenía un hambre de lobo y, sin ducharme, ― no podía quedarme
también sin desayunar ― y, por otra parte, tampoco tenía otra ropa más que la
que llevaba encima, me acabé de vestir y bajé corriendo al comedor, por cierto
¿Dónde estaría?
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