— ¿Nos conoce usted? — Me dice el chico
mayor mientras la sonrisa desaparece de su cara e inicia un movimiento para
irse.
Le sonrío y le acaricio la cabeza.
Parece que se tranquiliza
— ¿No ha vuelto vuestra mamá? El chico
mayor baja la cabeza y hace movimientos negativos mientras el pequeño inicia un
silencioso llanto. Les acaricio y les tomo de la mano.
— Vamos a comer algo — les digo.
Iniciamos la bajada del cerro. Por el
camino, nos cruzamos con algunos grupos de soldados. Los chicos se aprietan a
mí cuando pasamos cerca de ellos. Las huellas de la violencia de los últimos
días aún están en las calles: disparos en las paredes, ranchitos destrozados,
algún coche todoterreno cargado con gente armada…No paramos hasta encontrar una
fuente de soda.
― ¿Os gusta el sitio, chicos? — les pregunto.
Asienten y nos sentamos en una mesa
libre; una en la que hay sombra. El ambiente aquí es más relajado que en el
cerro. Los chicos vuelven a sonreír y parecen confiados. Sus ojos persiguen las
copas llenas con jugos de frutas, de diferentes colores, que van hacia las
otras mesas.
— ¿De qué queréis el jugo? — pregunto.
— De piña. — De papaya. — dicen,
hablando los dos a la vez.
Mientras esperamos a que el mesero
traiga los jugos, trato de averiguar más sobre ellos.
— Bien, chicos, ¿me decís vuestros nombres?
— Juan — me dice el mayor.
— Gabriel — me dice el pequeño.
— ¿Por qué andabais solos en el cerro?
Es peligroso, les digo, tratando de confirmar mis sospechas.
— Papá se fue hace muchos días y a mamá
se la llevaron los soldados — me dice Gabriel —. Juan pide plata a la gente
para comer y dormimos solos en nuestro ranchito. Quiero que papá y mamá
vuelvan.
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