Después de los días transcurridos, la
violencia ha disminuido y he vuelto a los cerros. Ya se puede caminar por ellos
con más seguridad. Grupos de soldados siguen vigilando la zona y me miran con
desconfianza; en ocasiones me paran y me piden que me identifique, mi pasaporte
español les tranquiliza y me dejan seguir; aunque, a distancia, me siguen
vigilando. Aquí y allá siguen haciendo registros y detenciones, algunos
ocupantes de los ranchitos hacen algún intento de protesta, pero ya nadie
ofrece resistencia.
Mi intención es encontrar el ranchito
donde vi a los hombres de Zubiaurre detener a aquella mujer. Era india y me
pareció muy bella. Tras la detención, sus hijos quedaron abandonados. Cuando me
iba, les vi entrar en su casa cogidos de la mano y no he podido olvidar aquella
imagen ¿Cuántos niños como ellos habrán quedado sin familia en la loca
violencia que ha estallado estos días?
Un tirón en la manga de mi camisa me
hace volver a la realidad.
— Hola señor, oigo, ¿me da un dólar? mi
hermano quiere comer y no tengo dinero.
Bajo la vista y veo a un chiquillo de
unos nueve años, empinado sobre sus pies, mirándome a la cara, sonriendo. Debe
haber interpretado este papel muchas veces, lo hace bien. Otro chiquillo, algo
más pequeño, unos pasos detrás de él, le mira como a un maestro, aprendiendo.
Los dos están sucios y ambos tienen rasgos indios: morenos, pelo lacio, ojos
negros, inteligentes…Creo reconocerlos. Me agacho y digo al chico pequeño que
se acerque.
— Hola, chicos, les digo ¿Cómo os ha ido
estos días?
Me miran sorprendidos...
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