martes, 23 de julio de 2013

El chico de la hamaca II

Su madre, vigilaba desde el balcón de su casa en la acera de enfrente. Vivía en un continuo sobresalto. Bastaba una nube que asomase en el estrecho horizonte de la calle o que un soplo de viento, algo más fuerte de lo habitual, moviese las hojas de la acacia y la ropa puesta a tender en los balcones y terrazas para que, inmediatamente, recogiese la hamaca y el chico volviese a casa precipitadamente. Había quedado viuda algunos años antes y si su carácter siempre había tendido a ver el lado más negativo de las cosas, ahora, ante la posibilidad de perder a su único hijo, estaba en una posición de permanente alerta; de lucha contra el mundo. Todo parecía estar en un precario equilibrio que podía romperse en cualquier momento.

Las casas de la calle eran viejas, de una o dos plantas. Muchas de ellas escondían, tras las fachadas de ladrillo visto, descolorido y arenoso, patios y escaleras que daban acceso a cuartuchos pequeños, poco ventilados y, a menudo, sin servicios de agua y retrete individuales. Éstos eran comunes a cada patio o corredor, la intimidad no existía y las broncas entre vecinos eran frecuentes.

La calle no era comercial en absoluto. Contaba con la peluquería de Raimundo, modesta, y con la vivienda en la trastienda. El resto del equipamiento comercial lo completaban la bodeguilla de Juan, la tienda de ultramarinos de Matías, una carnicería y un bar. Todos ellos negocios familiares y que se bastaban para cubrir las escasas necesidades de los vecinos, nunca sobrados de dinero. Era normal ver la tienda de ultramarinos llena sólo los sábados por la tarde, cuando los obreros habían cobrado el jornal y sus mujeres compraban el suministro para toda la semana pagando, la mayoría de las veces, lo que se habían llevado la semana anterior y, mientras estuvieron en vigor, haciendo uso de las cartillas de racionamiento.

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